Almuerzo en el restaurante Gotham - Stephen King
Almuerzo en el restaurante Gotham
Stephen King
Un día llegué a casa y encontré una carta (o una nota, más
bien) de mi esposa sobre la mesa del comedor. En ella me decía que me dejaba,
que necesitaba pasar una temporada sola y que ya recibiría noticias de su
terapeuta. Me senté en una silla en la parte de la mesa que queda más cerca de
la cocina y leí el mensaje repetidas veces, incapaz de darle crédito. La única
idea clara que tuve durante aproximadamente la siguiente media hora fue: ni
siquiera sabía que tuvieras un terapeuta, Diane.
Al cabo de un rato me levanté, fui al dormitorio y eché un
vistazo. Toda su ropa había desaparecido (excepto un jersey que alguien le había
regalado en broma y que tenía estampada la leyenda RUBIA RICA con un material
que brillaba como las lentejuelas), y la habitación presentaba un aspecto
curioso. Daba impresión de desorden como si Diane hubiera estado buscando algo
por todas partes. Miré mis cosas para ver si se había llevado algo. Mientras lo
hacía, tuve la sensación de que mis manos estaban frías y distantes, como si les
hubieran inyectado una dosis de algún narcótico. Por lo que pude ver, todo lo
que debía estar allí se encontraba en su sitio. No esperaba otra cosa pero, aun
así, la habitación tenía un aspecto extraño, como si mi esposa hubiera tirado de
ella de la misma manera que a veces se tiraba de la punta de los pelos cuando
algo la sacaba de quicio.
Volví a la mesa del comedor (la cual se encontraba a un lado
del salón; el piso sólo tenía cuatro habitaciones) y leí una vez más las seis
líneas que Diane había dejado escritas. El mensaje era el mismo, pero el hecho
de haber mirado en el dormitorio, con su extraño desarreglo, y el armario, medio
vacío, me había inducido a darle crédito. Era una nota de lo más impersonal. No
había ningún «Besos» ni un «Buena suerte», ni siquiera un «Te deseo lo mejor».
Su calidez sólo daba para un «Cuídate». Justo debajo de esto había garabateado
su nombre.
Terapeuta. Mi mirada volvía una y otra vez a aquella palabra.
Terapeuta... Me dije que debía alegrarme de que no fuera «abogado», pero no me
alegré. «Recibirá noticias de mi terapeuta, William Humboldt».
—Fíjate en esto, querida —le dije a la habitación vacía, y me
di un apretón en la entrepierna. Pero el tono en que lo dije no fue ni firme ni
divertido, que era lo que yo esperaba, y la cara que vi en el espejo del otro
lado de la habitación estaba blanca como la tiza.
Entré en la cocina, me serví un vaso de zumo de naranja y,
cuando fui a cogerlo, se me cayó al suelo. El zumo salpicó los cajones
inferiores y el vaso se rompió Sabía que me iba a cortar si intentaba recoger
los cristales (me temblaban las manos), pero los recogí de todos modos v me
corté. Sufrí dos cortes, aunque ninguno de los dos fue profundo. Seguía pensando
que todo aquello era una broma, pero luego caía en la cuenta de que no lo era.
Diane no era muy aficionada a las bromas. El problema era que no lo había
previsto. Me había pillado totalmente por sorpresa. ¿A qué terapeuta se refería?
¿Cuándo lo veía? ¿De qué hablaba con él? Bueno, podía imaginarme de qué hablaría
con él: de mí. Probablemente le contaría cosas como que nunca me acordaba de
bajar el asiento del retrete tras echar una meada, que quería practicar el sexo
oral tal cantidad de veces que acababa resultando pesado (¿A partir de cuándo
resulta uno pesado?), que no mostraba el suficiente interés en su trabajo en la
editorial... Otra pregunta: ¿Cómo podía hablar sobre los aspectos íntimos de su
matrimonio con un hombre que se llamaba William Humboldt? Por su nombre parecía
un físico del Instituto de Tecnología de California o un miembro de la Cámara de
los Lores.
A continuación me hice la pregunta más importante: ¿por qué no
me había dado cuenta de que sucedía algo? ¿Cómo era posible que me hubiera
enterado de ello de la misma manera que Sonny Liston había encajado el famoso
gancho fantasma de Cassius Clav? ¿Había sido por estupidez? ¿Por insensibilidad?
Al cabo de unos días, v tras mucho pensar en los seis u ocho últimos meses de
nuestro matrimonio (que había durado dos años), llegue a la conclusión de que
había sido por ambos motivos.
Aquella noche llame a Pound Ridge, donde vivía su familia, y
pregunte si Diane se encontraba allí.
—Sí, se encuentra aquí, pero no quiere hablar contigo —me dijo
su madre—. No vuelvas a llamar.
La línea se cortó.
Dos días después el célebre William Humboldt me telefoneó a la
agencia de valores donde trabajo. Cuando se hubo cerciorado de que estaba
hablando realmente con Steven Davis, empezó a llamarme Steve. Puede que resulte
difícil de creer, pero eso es exactamente lo que sucedió. Humboldt hablaba con
una voz suave, queda y cálida que me hizo pensar en un gato que ronronea sobre
un cojín de seda.
Cuando le pregunté por Diane, Humboldt dijo que estaba «todo lo
bien que cabría esperar», y cuando le pregunté si podía hablar con ella, me dijo
que en su opinión sería «contraproducente para ella en este momento» A
continuación, y por increíble que parezca, me preguntó con un tono grotescamente
solícito qué tal estaba yo.
—Estoy como una rosa— respondí. Estaba sentado detrás de mi
escritorio con la cabeza gacha y la frente apoyada en la mano izquierda. Tenía
los ojos cerrados para no tener que mirar la brillante pantalla gris de mi
ordenador. Había estado llorando mucho y me notaba los ojos como llenos de
arena— Señor Humboldt... supongo que le llamaran señor y no doctor...
—Yo utilizo «señor», aunque tengo títulos...
—Señor Humboldt, si Diane no quiere volver a casa y no quiere
hablar conmigo, ¿qué es lo que quiere? ¿Por qué me ha llamado usted?
—Diane desea tener acceso a la caja de seguridad —dijo con su
ronroneante vocecilla—. A la caja de seguridad que tienen ustedes en común.
De repente comprendí por qué había encontrado el dormitorio con
aquel aspecto de desorden y noté que el enojo empezaba a apoderarse de mí. Diane
no estaba interesada en mi pequeña colección de dólares de plata de antes de la
Segunda Guerra Mundial ni en el anillo de ónice para el meñique que me había
comprado con motivo de nuestro primer aniversario (sólo habíamos tenido dos en
total), sino en el collar de diamantes que le había regalado y en los treinta
mil dólares en valores negociables que había en la caja de seguridad. Entonces
caí en la cuenta de que la llave se encontraba en la pequeña cabaña de verano
que teníamos en el Adirondacks. No la había dejado allí a propósito, sino por
descuido. Se había quedado encima del escritorio, en medio del polvo y las
cagarrutas de ratón.
Sentí dolor en la mano izquierda. Baje la mirada, vi que tenia
el puño fuertemente cerrado y extendí los dedos. Las unas me habían hecho marcas
en la palma de la mano.
—¿Steve? —ronroneo Humboldt—. ¿Steve, sigue ahí?
—Sí—dije—. Señor Humboldt, tengo que decirle dos cosas. ¿Está
preparado?
—Por supuesto —dijo con su vocecilla ronroneante. Por un
instante me vino a la cabeza una imagen estrambótica: William Humboldt cruzando
el desierto en una Harley-Davidson rodeado de una banda de ángeles del infierno.
En la parte de atrás de su chaqueta de cuero se leía: «Nacido para
consolar».
Volví a sentir dolor en la mano izquierda. Se había cerrado de
nuevo por sí sola, como si fuera una almeja. Esta vez cuando la abrí, dos de las
cuatro marcas estaban sangrando un poco.
—En primer lugar —dije—, la caja va a permanecer cerrada hasta
que un juez ordene que se abra en presencia de mi abogado y el de Diane.
Mientras tanto, nadie va a desvalijarla, se lo prometo. Ni ella ni yo. —Hice una
pausa—. Ni usted.
—Creo que esta actitud hostil es contraproducente —señaló—. Y
si se para a pensar en las últimas afirmaciones que ha hecho, comprenderá por
qué su esposa esta destrozada emocionalmente, de manera que...
—En segundo lugar —dije, haciéndole caso omiso (algo que a las
personas hostiles se nos da muy bien)—, el hecho de que me llame por mi nombre
de pila me parece una muestra de paternalismo e insensibilidad. Si lo vuelve a
hacer por teléfono, le cuelgo. Si lo hace en mi presencia, se enterara de lo
hostil que puede llegar a ser mi actitud...
—Steve... Señor Davis... No me parece que...
Colgué. Era la primera cosa que hacía que me proporcionaba
alguna satisfacción desde que había encontrado la nota sobre la mesa del comedor
con las tres llaves del piso encima para sujetarla.
Aquella tarde hablé con un amigo de la asesoría jurídica que me
recomendó a un amigo suyo que se dedicaba a casos de divorcio. Yo no quería
divorciarme (estaba furioso con Diane, pero seguía queriéndola y quería que
volviera conmigo), pero Humboldt no me gustaba. No me gustaba la idea de
Humboldt. Me ponía nervioso tanto él como su vocecilla ronroneante. Creo que
habría preferido a un fullero sin escrúpulos que me hubiese dicho: «Danos una
copia de la llave de esa caja fuerte antes de que cierren el banco, Davis, y
quizá mi cliente se apiade de ti y decida dejarte algo aparte de un par de
calzoncillos y tu tarjeta de donante de sangre. ¿Queda claro? »
Esto hubiera podido comprenderlo. Humboldt, en cambio, me daba
mala espina.
El especialista en divorcios se llamaba John Ring y escuchó
pacientemente mi desgraciada historia. Me imagino que la mayor parte le
resultaría conocida.
—Si estuviera completamente seguro de que quiere divorciarse,
estaría más tranquilo —dije para acabar.
—Puede estarlo, señor Davis —repuso Ring de inmediato—.
Humboldt es un señuelo... y un testigo potencialmente perjudicial si este asunto
acaba en los tribunales. No me cabe duda de que su esposa acudió en primer lugar
a un abogado, y que cuando este se entero de que la llave de la caja fuerte
había desaparecido, le sugirió que hablara con Humboldt. Un abogado no podría
hablar directamente con usted; sería poco ético. En cuanto diga que tiene la
llave, Humboldt se quitará de en medio, amigo mío. Cuente con ello.
Todo esto me entró en su mayoría por un oído y me salió por el
otro. No dejaba de pensar en lo primero que Ring me había dicho.
—¿Cree usted que Diane quiere el divorcio? —le pregunté.
—Sí, claro contestó. Quiere el divorcio. Por supuesto que lo
quiere. Y no tiene intención de poner punto final al matrimonio con las manos
vacías.
Concerté una cita con Ring para sentarnos tranquilamente y
seguir hablando del asunto al día siguiente. Regresé de la oficina a casa tan
tarde como pude, di vueltas por el piso durante un rato, decidí ir al cine, pero
no encontré nada que me apeteciera ver, encendí la televisión y como tampoco
encontré nada que mereciera la pena seguí paseándome. En cierto momento me di
cuenta de que estaba en el dormitorio, delante de una ventana abierta a catorce
pisos del vacío y arrojando por ella todos mis cigarrillos, incluso el paquete
de Viceroys que encontré en el fondo de mi escritorio de persiana, un paquete
que probablemente llevaría ahí diez años o más, esto es, desde antes de que
supiese que existía en el mundo una criatura llamada Diane Coslaw.
Aunque llevaba dos décadas fumando entre veinte y cuarenta
cigarrillos al día, no recuerdo haber tomado repentinamente la decisión de
dejarlo ni haber oído en mi interior ninguna voz sermoneante. Ni siquiera
recuerdo haber pensado que el momento idóneo para dejar de fumar quizá no es dos
días después de que tu esposa te ha abandonado. Sencillamente arrojé por la
ventana el cartón entero, el cartón a medio empezar y los dos o tres paquetes
medio vacíos que encontré por ahí, y vi como desaparecían en la oscuridad. Luego
cerré la ventana (en ningún momento pensé que tal vez hubiera sido más útil
arrojar al consumidor en lugar del producto; la situación nunca llegó a tales
extremos), me tumbé en la cama y cerré los ojos.
Los diez días siguientes (durante los cuales sufrí los peores
momentos del síndrome de abstinencia física) fueron difíciles y a menudo
desagradables, pero quizá no tan malos como había esperado. Y aunque estuve en
un tris de fumar docenas, mejor dicho, centenares de veces, me contuve. Hubo
momentos en que pensé que iba a volverme loco si no encendía un cigarrillo y
cuando en la calle me cruzaba con alguien que iba fumando, me entraban ganas de
gritarle: «¡Dame eso, cabrón! ¡Es mío!» Pero no lo hice.
Los peores momentos fueron a altas horas de la noche. Creo
(aunque no estoy seguro, ya que conservo un recuerdo muy borroso de todos los
razonamientos que hice en torno a la época en que me dejó Diane) que tenía la
impresión de que iba a dormir mejor si no fumaba, pero no fue así. Había noches
en que estaba despierto hasta las tres de la madrugada con las manos
entrelazadas bajo la almohada, la mirada clavada en el techo y la atención
puesta en las sirenas y el rumor de los camiones que se dirigían al centro. En
aquellas ocasiones pensaba en la tienda coreana que abría las veinticuatro horas
del día y quedaba prácticamente enfrente de mi casa. Pensaba en la luz
fluorescente blanca que tenían dentro, la cual era tan brillante que parecía
casi una experiencia de aproximación a la muerte de Kubler Ross y se derramaba
sobre la acera por entre las cajas que, una hora después, los dos jóvenes
coreanos con los gorros de papel blanco empezarían a llenar de fruta.
Pensaba en el anciano que había detrás del mostrador, que
también era coreano y también llevaba un gorro de papel, y en los formidables
anaqueles de cigarrillos que tenía tras de sí, tan grandes como las tablas de
piedra con que Charlton Heston bajó del monte Sinaí en Los Diez Mandamientos.
Pensaba en levantarme, vestirme, ir a la tienda, comprar un paquete de
cigarrillos (o quizá nueve o diez) y sentarme al lado de la ventana a fumar un
Marlboro tras otro mientras el cielo clareaba por el este. Nunca lo hice, pero
muchas madrugadas me quedé dormido contando marcas de cigarrillos en lugar de
ovejas: Winston, Winston 100, Virginia Slims, Doral, Merit, Merit 100, Camel,
Camel Filters, Camel Lights...
Al cabo de un tiempo (precisamente cuando empecé a ver los
últimos tres o cuatro meses de nuestro matrimonio con mayor claridad) comprendí
que mi decisión de dejar de fumar en esas circunstancias quizá no hubiera sido
tan descabellada como me lo había parecido, ni mucho menos tan equivocada. No
soy un hombre especialmente inteligente, ni valiente, pero puede que la decisión
fuera ambas cosas. Sin duda es posible; a veces nos superamos a nosotros mismos.
En cualquier caso, la decisión facilitó a mi mente algo concreto en lo que
concentrarse durante los días que sucedieron a la partida de Diane y proporcionó
a mi desdicha un vocabulario que de otra manera no habría tenido. No sé si me
explico con claridad; probablemente no, pero no se me ocurre otra manera de
describirlo.
¿Que si he hecho conjeturas sobre la posibilidad de que el
dejar de fumar cuando lo hice determinara lo que ocurrió en el restaurante
Gotham aquel día? Claro que sí... Pero no es algo que me haya quitado el sueno.
Al fin y al cabo nadie puede prever las consecuencias últimas de sus acciones y
son pocos los que se atreven a intentarlo. La mayoría hacemos lo que sea preciso
para prolongar un momento de placer o evitar el dolor durante un rato, pero
incluso cuando actuamos por las razones más nobles, el último eslabón de la
cadena acaba con frecuencia manchado con la sangre de alguna persona.
Humboldt volvió a llamarme dos semanas después de que
bombardeara la calle 83 Oeste con mis cigarrillos, y esta vez optó por «señor
Davis» como forma de tratamiento. Se interesó por mí y yo le respondí que me
encontraba bien. Una vez hubo cumplido el tramite que suponía aquel rasgo de
cortesía, me dijo que me llamaba en nombre de Diane. Ella quería reunirse
conmigo para hablar de «ciertos aspectos» del matrimonio. Imaginé que con
«ciertos aspectos» se refería a la llave de la caja de seguridad (amén de otros
temas económicos que Diane podría querer investigar antes de poner a su abogado
en escena), pero lo que mi cabeza sabía y lo que mi cuerpo estaba haciendo eran
cosas totalmente diferentes. Noté que me ruborizaba y se me aceleraba el
corazón; y también noté unas pulsaciones en la muñeca de la mano con que
sostenía el auricular. Hay que tener en cuenta que no había visto a Diane desde
la mañana en que se había ido de casa. De hecho ni siquiera entonces la había
visto, ya que ella había dormido con la cara hundida en la almohada.
Pese a todo conservaba suficientes elementos de Juicio para
preguntarle a Humboldt a qué aspectos se refería. El terapeuta me soltó una
lacónica risita al oído y dijo que prefería esperar a la reunión para
responderme.
—¿Está seguro de que es una buena idea? —le pregunté, aunque en
realidad no quería preguntarle nada, sino simplemente ganar tiempo. Yo sabía que
no era una buena idea. Y también sabía que iba a acudir. Quería volver a ver a
Diane. Tenía que hacerlo.
—Oh, sí, creo que sí— respondió el terapeuta sin vacilar.
Cualquier duda sobre si Humboldt y Diane habían preparado todo aquello entre los
dos (con toda probabilidad siguiendo el consejo de un abogado) se desvaneció en
mi cabeza— Siempre es mejor dejar que pase un poco de tiempo antes de que se
reúnan los interesados, para que se serenen los ánimos, aunque a mi modo de ver
una reunión cara a cara en este momento facilitaría...
—A ver si me aclaro —dije—. ¿Se refiere usted a...?
—A un almuerzo concretó el... ¿Pasado mañana le parece bien?
¿Puede hacer un hueco en su agenda? —Claro que sí, me dio a entender el tono de
su voz. Aunque sólo sea para verla... aunque sólo sea para notar el roce de su
mano por leve que sea, ¿verdad que sí, Steve?
—El jueves no tengo ningún compromiso para la hora del
almuerzo. ¿Debo acudir yo también acompañado por mi terapeuta?
Volví a oír la risita lacónica, que tembló en mi oído como si
fuera algo recién salido de un molde para gelatina.
—¿Tiene usted uno, señor Davis?
—Pues no, no tengo terapeuta. ¿Ha pensado ya en algún lugar?
—Por un momento me pregunté quién pagaría el almuerzo y luego no pude evitar
sonreír ante mi ingenuidad. Metí la mano en el bolsillo en busca de un
cigarrillo y lo que conseguí fue clavarme la punta de un palillo bajo la uña del
pulgar. Me estremecí, saque el palillo, mire la punta para ver si tenía sangre
y, al ver que no era así, me lo metí en la boca.
Humboldt había dicho algo, pero no le había escuchado. Ver el
palillo me había vuelto a recordar que estaba flotando sin cigarrillos a merced
de las olas del mundo.
—¿Cómo dice?
—Le he preguntado si conoce el restaurante Gotham, en la
calle Cincuenta y tres —dijo el terapeuta con leve tono de impaciencia— Entre
Madison y Park.
—No, pero podré encontrarlo.
—¿A mediodía?
Pensé en decirle que le dijera a Diane que llevara un vestido
verde de las motitas negras y la larga abertura lateral, pero decidí que
probablemente sería contraproducente.
—A mediodía —respondí.
Dijimos lo que se suele decir cuando uno acaba la conversación
con una persona que no le cae simpática pero con la que no tiene más remedio que
tratar. Cuando colgué, me sitúe de nuevo delante del ordenador y me pregunté
cómo iba a ser capaz de reunirme con Diane sin fumarme al menos un cigarrillo
antes.
No fue fácil la conversación con John Ring. No lo fue en
absoluto.
—Están tendiéndote una trampa —me dijo—. Los dos. El abogado de
Diane estará presente por control remoto y yo no apareceré por ninguna parte.
Este asunto me huele mal.
Quizá, pero ella nunca te ha metido la lengua en la boca al
notar que estas a punto de correrte, pensé. Sin embargo, como esa no era la
clase de comentario que se le hace a un abogado al que acabas de contratar, me
limité a decirle que quería verla de nuevo y comprobar si había alguna
posibilidad de solucionar el asunto.
John Ring suspiró.
—No seas gilipollas. Le ves a él en el restaurante, ves a ella,
te sientas a la mesa con ellos, bebes un poco de vino, ella cruza las piernas,
tú miras, dices un par cosas agradables, ella vuelve a cruzar las piernas, miras
otra vez y al final acabarán convenciéndote que les entregues la llave de
seguridad...
—No me convencerán.
—... y la próxima vez que los veas será en el Juzgado y todos
los comentarios perjudiciales que hagas mientras le mires las piernas y pienses
lo estupendo que era que te rodeara con ellas aparecerán en acta. Es muy posible
que hagas ese tipo de comentarios, porque irán armados con todas las preguntas
adecuadas Comprendo que quieras verla; no soy insensible a este tipo de
situaciones, pero esta no es la manera de hacer las cosas. Es cierto que tu no
eres Donald Trump y ella no es Ivana, pero no hay que olvidar que para este tipo
de casos no existen los seguros a todo riesgo. Humboldt lo sabe, y Diane
también.
—Nadie ha iniciado acciones judiciales, y si Diane sólo quiere
hablar...
—No seas tonto —dijo Ring—. A estas alturas de la fiesta nadie
quiere hablar. La gente quiere follar o irse a casa. El divorcio ya se ha
consumado, Steven. Esta reunión es una partida de pesca, así de sencillo. Tienes
todo que perder y nada que ganar. Es una estupidez.
—Me da igual...
—Te las has arreglado muy bien, sobre todo en los
últimos cinco años...
—Lo sé, pero...
—... y durante tres de esos cinco años —Ring no me hizo caso y
puso la voz con la que solía hablar en la sala del tribunal tal como hubiera
podido ponerse un abrigo— Diane Davis no fue ni tu esposa, ni tu pareja de
hecho, ni mucho menos tu media naranja. Fue simplemente Diane Coslaw de Pound
Ridge, y no puede decirse que arrojara pétalos de rosa a tu paso o tocara la
corneta para anunciar tu llegada.
—Cierto, pero quiero verla —insistí. Pero no añadí lo que
estaba pensando, ya que le hubiera sacado de sus casillas: quería ver si Diane
llevaba su vestido verde con motas negras, porque ella sabía que era mi
favorito.
Ring volvió a suspirar.
—Como sigamos discutiendo, en lugar de comer voy a acabar
bebiéndome una botella de whisky.
—Vete a comer de una vez. Menú dietético y requesón...
—De acuerdo, pero antes voy a intentar por última vez hacerte
entrar en razón. Una reunión como ésa es algo parecido a una justa. Ellos
parecerán ataviados con una armadura completa y tú no llevaras más que tu
sonrisa. Ni siquiera tendrás un suspensorio para sujetarte los huevos. Y es
probable que sea precisamente esa la parte de tu anatomía que ataquen en primer
lugar.
—Quiero verla—dije—. Quiero ver como está. Lo siento.
Ring soltó una risilla cínica.
—No voy a disuadirte, ¿verdad?
—No.
—De acuerdo, entonces quiero que sigas ciertas instrucciones.
Si me entero de que no lo has hecho y de que por tu culpa el asunto se ha ido al
garete, cabe la posibilidad de que decida dejar el caso. ¿Estás
escuchándome?.
—Sí.
—Bien. No le grites, Steven. Es posible que te busquen las
cosquillas, pero tú no hagas caso, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. —No iba a gritarle. Pensaba que si había
conseguido dejar de fumar dos días después de que me dejara y no había recaído,
podría conseguir estar cien minutos en su compañía y aguantar un almuerzo de
tres platos sin llamarla zorra.
—Punto número dos: tampoco le grites a él.
—De acuerdo.
—No basta con «de acuerdo». Se que él no te cae bien y que tú
tampoco le caes bien a él.
—Pero si ni siquiera me conoce personalmente. Es un... es un
terapeuta. ¿Cómo puede tener una opinión formada sobre mi?
—No seas tonto —me advirtió Ring—. Le pagan para que se forme
una opinión. Si ella le dice que le pusiste boca abajo y la violaste con una
mazorca de maíz, él no le va a responder «demuéstralo», sino «pobrecilla,
¿cuántas veces te lo hizo?». Así que si dices «de acuerdo», dilo en serio.
—De acuerdo en serio.
—Eso está mejor. —Pero él no lo dijo en serio, sino como una
persona que quiere irse a comer y olvidarse de la conversación que está
teniendo.
»Evita los temas espinosos —prosiguió—. No hables de asuntos
como el acuerdo económico, ni siquiera con tono amable, con frases
como «¿qué te parece si te propongo... ? ». Cíñete a los temas
sentimentales. Si se cabrean y te preguntan por qué accediste a comer con ellos
si no ibas a hablar de los aspectos prácticos del asunto, diles lo que me has
dicho a mí, que querías ver de nuevo a tu esposa.
—De acuerdo.
—¿Podrás soportarlo si llegados a ese punto se
marchan?
—Sí. —No sabía si podría soportarlo, pero pensaba que sí y
tenía la certeza de que Ring quería poner punto final a la conversación.
—Como abogado, como tu abogado, he de decirte que lo que vas a
hacer es un error. Si tiene repercusión el día del juicio, pediré que se
suspenda la sesión para salir al pasillo y decirte que ya te lo había advertido.
Bien, ¿has entendido lo que te he dicho?
—Sí. Que te aproveche tu menú dietético.
—Al cuerno con el menú dietético —repuso Ring—. Si ya no puedo
beberme un whisky doble con hielo para comer, al menos puedo comerme una
hamburguesa doble con queso en Brew'n Burger.
—Poco hecha —dije.
—Exacto, poco hecha.
—Como la comen los americanos de pura cepa.
—Espero que te deje plantado, Steven.
—Ya lo sé.
Colgó y fue a pedir su sustituto del alcohol
La siguiente vez que lo vi, al cabo de unos días, hubo un
asunto del que nos fue imposible hablar, aunque lo habríamos hecho de habernos
conocido mutuamente mejor. Yo lo noté en su mirada y supongo que él también en
la mía: la certeza de que si Humboldt hubiera sido abogado en lugar de
terapeuta, él, John Ring, hubiera acudido al almuerzo, en cuyo caso habría
podido acabar tan muerto como William Humboldt.
Fui andando de la oficina al restaurante Gotham. Salí a las
once y cuarto y llegue al establecimiento a las doce menos cuarto. Llegué
pronto, porque quería cerciorarme de que el lugar estaba donde Humboldt había
dicho que estaba. Así soy yo, más o menos como he sido siempre. Diane lo llamaba
«mi vena obsesiva» cuando nos casamos, pero creo que al final ya sabía de qué se
trataba realmente. Me cuesta fiarme de la gente, eso es todo. Soy consciente de
que se trata de un rasgo de lo más puñetero y además sé que a ella le sacaba de
sus casillas. Sin embargo, al parecer ella nunca llego a darse cuenta de que a
mí tampoco me gustaba precisamente. Pero hay cosas que son muy difíciles de
cambiar y hay otras que uno nunca llega a cambiar, por mucho que lo intente.
El restaurante se encontraba justo donde Humboldt había dicho y
su ubicación estaba indicada con un toldo verde en el que se leían las palabras
RESTAURANTE GOTHAM. En el cristal del ventanal habían pintado la silueta de la
ciudad en color blanco. Parecía el típico lugar de moda de Nueva York. También
parecía un lugar bastante normal, uno más de los ochocientos restaurantes caros
que hay aglomerados alrededor del centro de la ciudad.
Una vez hube localizado el lugar de encuentro y me hube quedado
un momento tranquilo (al menos en cuanto a esto, ya que tenía los nervios
crispados por el hecho de volver a ver a Diane y me moría por fumar un
cigarrillo), eché a andar por Madison y estuve curioseando en una tienda de
artículos de viaje durante un cuarto de hora. Con mirar el escaparate no
bastaba. Si Diane y Humboldt venían del norte, cabía la posibilidad de que me
vieran. Era fácil que, incluso sin necesidad de verme la cara, Diane me
reconociera sólo por la forma de mis hombros y el corte de mi abrigo. Y yo no
quería que esto sucediera. No quería que supieran que había llegado pronto;
pensaba que podía parecer una persona necesitada o incluso digna de compasión.
Por tanto entré en la tienda.
Compré un paraguas que no me hacía falta y salí de la
tienda a las doce en punto según mi reloj, sabiendo que pasaría por la
puerta del restaurante Gotham a las 12.05. Mi padre tenía una máxima: si
te es necesario acudir a un sitio, conviene que llegues cinco minutos antes y,
en cambio, si le es necesario a la otra persona que acudas, conviene que llegues
cinco minutos tarde. Aunque yo había llegado al extremo de no saber ni qué era
necesario ni para quién ni por qué ni cuándo, me pareció prudente seguir la
máxima de mi padre. Si hubiera quedado a solas con Diane, creo que habría
acudido a la cita con puntualidad. Pero esto es mentira probablemente. Supongo
que si hubiera quedado a solas con Diane, habría entrado en el restaurante a las
doce menos cuarto, nada más llegar, y la hubiera esperado.
Permanecí bajo el toldo durante un momento, mirando el interior
del restaurante. El establecimiento era luminoso, lo cual me pareció un tanto a
su favor. Siento una profunda aversión por los restaurantes oscuros, donde no se
puede ver qué estás comiendo o bebiendo. Las paredes eran blancas y estaban
decoradas con cuadros impresionistas de intensos colores. No se distinguía qué
representaban, pero daba igual; con sus colores primarios y sus generosas y
exuberantes pinceladas, producían un efecto de cafeína visual. Busqué a Diane y
vi a una mujer que podía ser ella sentada cerca de una pared en medio del
comedor. No era fácil saber si se trataba de Diane, porque estaba de espaldas y
yo carezco de la habilidad que tiene ella para reconocer gente en circunstancias
difíciles. El hombre corpulento y calvo con el que estaba sentada tenía en
cambio toda la pinta de ser Humboldt. Respiré hondo, abrí la puerta del
restaurante y entré.
El síndrome de abstinencia del tabaco se divide en dos fases, y
yo estoy convencido de que la causa de la mayoría de casos de reincidencia es la
segunda. El síndrome de abstinencia física dura entre diez días y dos
semanas, tras lo cual los síntomas (sudores, dolores de cabeza, contracciones
musculares, palpitaciones en los ojos, insomnio e irritabilidad) desaparecen. A
continuación se produce un período mucho más largo de abstinencia mental. Los
síntomas que pueden darse en este síndrome son depresión leve o moderada,
melancolía, cierto grado de anhedonia (es decir, perdida de la sensación de
placer), falta de memoria e incluso una especie de dislexia transitoria. Sé todo
esto porque lo he leído. Tras lo sucedido en el restaurante Gotham, me pareció
muy importante hacerlo. Supongo que cabria decir que mi interés en el tema se
encontraba en algún lugar situado entre el País de las Aficiones y el Reino de
la Obsesión.
El síntoma más común de la segunda fase es una leve sensación
de irrealidad. La nicotina mejora la transferencia sináptica y aumenta la
capacidad de concentración, es decir, ensancha la autopista informativa del
cerebro. No se trata de un estimulo considerable y no es imprescindible para
pensar correctamente (aunque la mayoría de los adictos a la nicotina no lo creen
así), pero cuando te falta, tienes la impresión (una impresión generalizada, en
mi caso) de que el mundo se ha revestido de una apariencia nebulosa. Hubo muchas
ocasiones en que me pareció que las personas, los coches y los pequeños adornos
de las aceras pasaban ante mis ojos proyectados sobre una pantalla en
movimiento, como controlados por tramoyistas que hacían girar manivelas y
cilindros enormes. Era una sensación que guardaba cierto parecido con la que se
tiene cuando se esta levemente colocado, ya que iba acompañada por un
sentimiento de impotencia v agotamiento moral, un sentimiento que le hacía a uno
pensar que las cosas tenían sencillamente que continuar, para bien o para mal,
tal como lo habían hecho hasta entonces, puesto que estaba (me refiero a mí
mismo) tan ocupado intentando no fumar que me resultaba imposible concentrarme
en otra cosa.
No estoy seguro de qué relación guarda todo esto con lo que
sucedió a continuación, pero sé que tiene alguna, ya que, casi en cuanto vi al
maître, tuve la certeza de que le sucedía algo, y en cuanto se dirigió a
mí, lo comprendí.
Tendría unos cuarenta y cinco años, era alto y delgado (al
menos con el esmoquin; con ropa de calle habría parecido flaco), llevaba bigote
y sostenía un menú forrado en cuero. Es decir, parecía uno de los miles de
maîtres que hay en los miles de restaurantes elegantes de Nueva York, si
pasamos por alto la pajarita, que llevaba torcida, y algo que tenía en la
camisa, una mancha justo encima del botón de la chaqueta; parecía salsa o una
gota de mermelada oscura. Además tenia varios mechones en la parte de atrás de
la cabeza que se le levantaban provocadoramente, lo cual me hizo pensar en
Alfalfa, el personaje de los antiguos cortos de los Little Rascals. Por
este motivo estuve a punto de echarme a reír (conviene recordar que estaba muy
nervioso) tuve que morderme los labios para controlarme.
—¿Si, señor? —me preguntó cuando me acerqué a la caja.
Su pronunciación fue algo así como: «Sii, señoor. Todos los
maîtres de Nueva York hablan con acento pero nunca con uno que se pueda
identificar claramente. Una chica con la que salí a mediados de los ochenta y
que tenía sentido del humor (junto con una drogadicción considerable, por
desgracia) me dijo que todos los maîtres habían nacido en la misma isla,
razón por la cual todos hablaban el mismo idioma. «¿Y qué idioma es ese?», le
pregunté. «El pretencioso», respondió, y yo me desternille de risa.
Este recuerdo me vino a la cabeza cuando alcé la vista para
fijarme en la mujer que había visto antes de entrar (ahora estaba prácticamente
seguro de que se trataba de Diane) y tuve que morderme de nuevo el interior de
los labios. Como consecuencia, el nombre de Humboldt salió como si fuera un
estornudo que no se consigue contener del todo.
El maître frunció su alto y pálido entrecejo y clavó sus
ojos en los míos. Al acercarme a la caja, había pensado que los tenía castaños,
pero ahora me parecían negros.
—¿Perdón, señor? —me preguntó.
Pero a mí me sonó como si hubiera dicho «¿Perdoon, señoor? » y
como si hubiera querido decir «Vete a joder a otro, cabrón». Sus largos dedos,
tan pálidos como su ceño (parecían de pianista de concierto) tamborilearon sobre
la tapa del menú y la borla que colgaba de él como si fuera una señal de libro
se balanceó de un lado a otro.
—Humboldt —dije—. Una mesa para tres. —En aquel momento me di
cuenta de que no podía apartar la mirada de su pajarita, que estaba tan torcida
que la parte izquierda casi le rozaba la barbilla, y del lamparón que lucía en
la blanquísima camisa de su esmoquin. Ahora que estaba más cerca de él, ya no me
parecía salsa o mermelada, sino sangre medio seca.
El maître estaba consultando el libro de reservas y
mientras tanto sus mechones rebeldes se meneaban sobre el resto de su pelo, que
llevaba bien peinado. Pude ver su cuero cabelludo por los surcos que el peine
había dejado y unas motas de caspa sobre los hombros de su esmoquin, y pensé que
un buen jefe de comedor podría llegar a despedir a un subordinado tan
descuidado.
—Ah, sí, monsieur. —«Ah, sii, mesiee. » Había encontrado
mi nombre—. Su mesa es... —Había empezado a alzar la mirada. Entonces se calló
bruscamente y bajó la vista al suelo con una mirada aún más penetrante si cabe—
No puede entrar aquí con ese perro —dijo ásperamente—. ¿Cuántas veces le he
dicho que no puede entrar aquí con ese perro?
No llegó a gritar, pero levantó la voz lo suficiente para que
varios comensales que se encontraban cerca de su caja-púlpito se volvieran hacia
nosotros con curiosidad.
Yo también me volví. El maître había sido tan categórico
que esperaba ver el perro de alguien, pero detrás de mi no había nadie y mucho
menos un perro. Entonces se me ocurrió, no sé por qué, que se refería a mi
paraguas, que se me había olvidado dejar en el guardarropa. Quizá en la isla de
los maîtres .«perro» significaba paraguas, sobre todo cuando lo llevaba
un cliente un día en que no era probable que lloviera.
Volví a mirar al maître y vi que ya estaba alejándose de
la caja con el menú en la mano. Debió de notar que no lo seguía, ya que miró por
encima del hombro con las cejas levemente enarcadas. Lo único que reflejaba su
rostro era una educada pregunta: «¿Viene, mesiee? », de modo que fui. No tuve
tiempo para pararme a pensar qué le sucedía al maître de aquel
restaurante, en el que nunca había entrado antes y probablemente nunca
volvería a entrar. Tenía que ocuparme de Diane, de Humboldt y del tabaco, de
modo que el maître tendría que resolver sus problemas por sí solo, perro
incluido.
Diane se volvió, y en el primer momento sólo vi en su cara y en
su mirada una especie de amabilidad glacial. Luego, justo debajo de esta, vi
enojo... o al menos creí verlo. Aunque habíamos discutido muchas veces en los
últimos tres o cuatro meses de convivencia no recordaba haber percibido la clase
de enojo disimulado que veía ahora en su cara, enojo que el maquillaje, el nuevo
vestido (azul, sin motas y sin abertura en el lateral) y el nuevo peinado tenían
el fin de ocultar. El hombre corpulento que la acompañaba estaba diciendo algo,
pero ella le tocó el brazo. Cuando él se volvió hacia mí y comenzó a ponerse en
pie, vi algo más en la cara de Diane: aparte de estar enfadada conmigo, estaba
asustada de mí. Aunque ella no había dicho ni una sola palabra, yo ya estaba
furioso. La expresión de sus ojos era una negativa rotunda, tan rotunda que
parecía como si entre ellos hubiese colgado un cartel de: CERRADO HASTA NUEVO
AVISO. Pensé que me merecía algo mejor. Claro que esto podría ser una manera de
decir que soy humano.
—Monsieur—dijo el maître, sacando la silla que había a
la izquierda de Diane.
Apenas lo oí. Cualquier idea relacionada con su excéntrico
comportamiento y su torcida pajarita había desaparecido de mi mente, por
supuesto, y creo que incluso el tema del tabaco había abandonado durante un
breve momento mi cabeza por primera vez desde que dejara de fumar. Sólo podía
prestar atención a la esmerada expresión de serenidad de Diane y maravillarme de
que pudiera estar enfadado con ella y al mismo tiempo la deseara hasta el
extremo de que me resultara doloroso mirarla. No sé si será cierto que la
ausencia fomenta la indulgencia, pero no cabe duda de que nos hace ver las cosas
con otros ojos.
Tampoco tuve tiempo para pararme a pensar Si realmente había
visto todo lo que había creído ver en su cara. ¿Enojo? Es posible e incluso
probable. Si no hubiera estado enfadada conmigo, no me habría dejado, pensé.
Pero ¿asustada? ¿Por qué demonios había de estar asustada de mí? Jamás le había
puesto un dedo encima. Sí, supongo que le había levantado la voz durante algunas
de nuestras discusiones, pero ella también lo había hecho.
—Que disfrute de su comida, monsieur—me dijo el
maître desde otro mundo, el mundo en que los camareros suelen quedarse a
nuestro lado con el único fin de acercar su cabeza a la nuestra cuando nosotros
les llamamos, sea porque necesitamos algo o para quejarnos.
—Señor Davis, soy Bill Humboldt —dijo la persona que acompañaba
a Diane. Extendió una mano grande y rojiza y yo se la estreché brevemente.
El resto de su persona era tan grande como su mano, y su ancha
cara tenía el rubor que suele teñir la de los bebedores habituales cuando se han
tomado la primera copa. Calculé que tendría cuarenta y tantos años, por lo que
faltaban diez para que el blando pliegue de su barbilla se convirtiera en una
papada.
—Es un placer —dije, pensando en lo que estaba diciendo tanto
como en el maître y en el lamparón de su camisa. Lo único que deseaba era
acabar de una vez con el tramite del saludo para poder volverme hacia la bonita
rubia de tez rojiza y cremosa, labios rosa pálido y esbelta figura. La mujer a
la que no hacía mucho tiempo le había gustado susurrarme al oído: «Házmelo,
házmelo, házmelo... » mientras se agarraba a mi trasero como si fuera una silla
de montar con dos borrenes.
—¿Quiere beber algo? —dijo Humboldt, volviendo la cabeza en
busca de un camarero como una persona acostumbrada a hacerlo. El terapeuta de
Diane tenía toda la pinta de un alcohólico en ciernes. Estupendo.
—Perrier con lima está bien...
—¿Para qué? —preguntó Humboldt con una amplia sonrisa en los
labios. Cogió su martini a medio acabar y lo apuró hasta que la aceituna con
palillo que había dentro cayó sobre sus labios. Dejó el vaso sobre la mesa y me
miró—. Bueno, creo que será mejor que empecemos.
No le hice caso. Yo ya había empezado. Lo había hecho en el
mismo momento en que Diane me había mirado.
—Hola, Diane —le dije. Estaba impresionado de que estuviera más
elegante y hermosa que antes. Y también más atractiva. Era como si hubiera
aprendido cosas (a pesar de que sólo habían pasado dos semanas desde la
separación y de que ahora vivía con Ernie y Dee Dee Coslaw en Pound Ridge) que
yo nunca podría llegar a saber.
—¿Cómo estás, Steve? —preguntó.
—Bien —respondí. Y añadí—: Bueno, no tanto en realidad. Te he
echado de menos.
La única respuesta que la dama dio a mis palabras fue un
silencio vigilante, una mirada con aquellos grandes ojos verdiazules. Desde
luego no respondió a mi envite, ni dijo nada parecido a «yo también te he echado
de menos»
—Y he dejado de fumar, lo cual también ha contribuido a que no
esté muy bien de ánimo
—¿Lo has dejado por fin? Me alegro por ti.
Sentí otro arrebato de cólera, uno realmente violento esta vez,
al oír su educado tono de desdén. Parecía creer que le mentía, aunque en
realidad no le importaba. Se había quejado de mis cigarrillos todos los días
durante dos años (que si iban a causarme cáncer, que si iban a causarle cáncer a
ella, que ni siquiera iba a considerar la posibilidad de quedarse embarazada
mientras no lo dejara) y ahora, de repente, ya no importaba, porque yo ya no
importaba.
—Steve... Señor Davis —dijo Humboldt—. He pensado que podríamos
empezar echando una ojeada a la lista de agravios que Diane ha elaborado durante
las sesiones, sesiones exhaustivas, cabría decir, que hemos mantenido durante
las últimas dos semanas. Esto podría constituir el trampolín que nos permita
abordar el principal motivo por el que estamos aquí: cómo organizar un periodo
de separación que les permita a ambos realizarse.
Humboldt tenía un maletín a su lado en el suelo. Lo cogió
soltando un gruñido y lo puso sobre la silla libre. Entonces empezó a abrirlo,
pero en ese momento yo dejé de prestarle atención. No estaba interesado en
subirme a un trampolín para separarme de nadie, significara esto lo que
significase. Me embargaba una mezcla de pánico y enojo que, en cierto modo,
constituía la emoción más peculiar que había experimentado jamás.
Miré a Diane y dije:
—Quiero volver a intentarlo. ¿Podemos reconciliarnos? ¿Hay
alguna posibilidad de que podamos hacerlo?
La mirada de absoluto terror que se dibujó en su rostro truncó
todas las esperanzas a las que, sin saberlo, había estado aferrándome. El terror
dio lugar a la cólera.
—¡Es muy propio de ti salirme ahora con algo así! —exclamó.
—Diane...
—¿Dónde está la llave de la caja de seguridad, Steven? ¿Dónde
la has escondido?
Humboldt puso cara de alarma. Extendió el brazo y le tocó el
brazo.
—Diane... recuerda que habíamos acordado...
—¡Lo que habíamos acordado es que si se lo permitimos, este
hijo de puta lo esconderá todo bajo una piedra y luego alegará insolvencia!
—Registraste la habitación antes de irte, ¿verdad? —pregunté
con voz queda—. La revolviste como un ladrón.
Al oír aquello, Diane se sonrojó, aunque no sé si por
vergüenza, por furia o por ambos motivos.
—Esa caja me pertenece a mí tanto como a ti. Esas cosas son tan
mas como tuyas.
Humboldt estaba alarmado. Varios comensales se habían vuelto
para mirarnos aunque, a decir verdad, la mayoría tenía cara de estar
divirtiéndose. El ser humano es la criatura más extrañan de las que ha creado
Dios, sin duda.
—Por favor, por favor... Tratemos de evitar...
—¿Dónde la has escondido, Steve?
—No la he escondido. Yo no he escondido nada. Se me olvidó en
la cabaña por accidente, eso es todo.
Ella sonrió astutamente.
—Sí, ya. Por accidente. Bien... —Yo no dije nada y la sonrisa
astuta desapareció de sus labios—. Quiero que me la des —dijo, y apresuradamente
rectificó— Quiero una copia.
Y la gente quiere agua con hielo en el infierno, pensé. Luego
dije en voz alta:
—Entonces ¿no hay nada que hacer?
Ella vaciló, tal vez porque había advertido en mi voz algo que
no quería oír o reconocer, y luego dijo:
—No. La próxima vez que me veas, será en compañía de mi abogado
Voy a pedir el divorcio.
—¿Por qué? —Lo que oí en mi voz fue una nota lastimera parecida
al balido de una oveja. No me gustó, pero no había absolutamente nada que
pudiera hacer al respecto—. ¿Por qué?
—Dios santo... ¿Realmente esperas que piense que eres tan
idiota?
—Es que no puedo...
Tenía las mejillas más brillantes que nunca; el rubor le había
llegado casi a las sienes.
—Sí, probablemente esperas que me crea eso, nada menos. Muy
propio... —Cogió el agua y como le temblaba la mano salpico el mantel. Pensé en
el día en que se había ido y me acorde de que se me había caído un vaso de zumo
de naranja al suelo y de que, tras advertirme a mí mismo que no intentara coger
los trozos de cristal hasta que las manos me hubieran dejado de temblar, había
seguido adelante y me había cortado en premio a mis esfuerzos.
—Ya basta. Esto es contraproducente —dijo Humboldt. Parecía un
monitor en un patio de escuela intentando parar una pelea antes de que
comenzara. Sin embargo, daba la impresión de que se había olvidado por completo
de la lista de quejas de Diane, ya que estaba recorriendo con la mirada el fondo
del comedor, buscando a nuestro camarero o a cualquier otro al que pudiera
llamar la atención. Parecía menos interesado en la terapia que en la obtención
de lo que los británicos llaman la segunda ronda.
—Sólo quiero saber.. —balbuceé.
—Lo que quiera saber no tiene nada que ver con el motivo por el
que estamos aquí—dijo Humboldt, y por un momento dio la impresión de que estaba
atento.
—Sí, así es. Por fin... —dijo Diane con voz quebradiza,
apremiante—. Por fin no se trata de lo que tú quieres ni de lo que tú
necesitas.
—No sé que significa eso, pero estoy dispuesto a escuchar
—repuse—. Si quieres que acudamos juntos a un consejero matrimonial en lugar de
hacer..., eh, terapia o como se llame lo que hace Humboldt, no me opongo.
Diane alzó las manos a la altura de los hombros con las palmas
hacia fuera.
—Lo que me faltaba. El Llanero Solitario se pasa a la new
age —dijo, poniendo las manos de nuevo en el regazo—. Después de todos los
atardeceres que te han visto desaparecer por el horizonte a lomos de tu
caballo...
«Dime que no es verdad.
—Ya basta —le dijo Humboldt. Apartó la mirada de su cliente y
la posó en el futuro ex-marido de su cliente (no había vuelta de hoja. Ni
siquiera la ligera sensación de irrealidad que comporta no fumar podía evitar a
aquellas alturas que fuera consciente de aquella evidencia) —. Si cualquiera de
los dos pronuncia una sola palabra más, pondré punto final a este almuerzo. —A
los labios del terapeuta afloró una sonrisilla tan claramente falsa que llegué a
encontrarle un encanto perverso. Y ni siquiera nos han dicho todavía cuales son
los platos del día...
Esto (la primera mención a la comida desde que me había sentado
a la mesa) ocurrió justo antes de que la situación se complicara. Recuerdo que
en aquel momento percibí un olor a salmón procedente de una mesa cercana. En las
dos semanas que llevaba sin fumar, mi olfato se había vuelto sumamente fino, lo
cual no me parece una bendición, sobre todo si estamos hablando de salmón. Antes
me gustaba pero ahora no puedo soportar su olor, y no digamos ya su sabor. Me
huele a dolor, miedo, sangre y muerte.
—Ha sido él quien empezó—dijo Diane malhumoradamente.
Has sido tú quien empezó y tú quien registró el dormitorio y se
largó al no encontrar lo que buscaba, pensé. Pero no dije nada; estaba claro que
Humboldt había hablado en serio. Cogería a Diane de la mano y la sacaría del
restaurante si empezábamos una rencilla de patio de colegio. Ni siquiera la
perspectiva de otra copa le impediría hacerlo
—De acuerdo —dije mansamente. Y tuve que hacer un esfuerzo para
poner el tono adecuado—. He empezado yo. Y ahora ¿qué? —Lo sabía perfectamente:
los agravios, es decir, la lista de quejas de Diane. Y más comentarios acerca de
la llave de la caja de seguridad. Probablemente la única satisfacción que iba a
obtener de aquella lamentable situación era decirles que ninguno de los dos iba
a ver una copia de la llave hasta que un funcionario de los tribunales me diera
un documento en el que se me ordenara entregarla. No había tocado el contenido
de la caja desde que Diane había decidido salir de mi vida y no tenía intención
de tocarlo en el futuro inmediato... Pero ella tampoco iba a tocarlo. Que coma
galletas e intente silbar, como decía mi abuela.
Humboldt sacó un fajo de papeles sujetos con uno de esos clips
de diseño, esos que son de diferentes colores. Entonces pensé que había acudido
a la reunión muy poco preparado, y no sólo porque mi abogado estuviera
hincándole el diente a una hamburguesa con queso en alguna parte. Diane tenía su
nuevo vestido y Humboldt su maletín de diseño y la lista de quejas de Diane
sujeta con clips de colores, mientras que todo lo que yo tenía era un paraguas
nuevo en un día soleado. Miré al lado de mi silla, que era donde lo había
colocado, y vi que todavía tenía la etiqueta del precio colgada del puño. Me
sentí como un mentecato.
El comedor olía maravillosamente, como suelen oler la mayoría
de los restaurantes desde que prohibieron fumar en ellos. Olía a flores, a vino,
a café recién preparado, a chocolate y pasteles. Pero lo que yo olía de manera
más perceptible era el salmón. Recuerdo que pensé que olía muy bien y que
probablemente pediría un poco. También pensé que si podía comer en una reunión
como aquella, podría comer en cualquier parte.
—Las principales dificultades que su esposa ha expuesto (al
menos hasta ahora) son insensibilidad por su parte en relación al trabajo de
ella e incapacidad para mostrar confianza en los asuntos personales —dijo
Humboldt— Por lo que respecta a esto último, yo diría que su resistencia a
permitir a Diane que tenga acceso a la caja de seguridad que tienen los dos en
común resume bastante bien el problema.
Abrí la boca para decirle que yo también tenía un problema de
confianza, que consistía en que no me fiaba de Diane hasta el extremo de darle
una copia de la llave. Pero cuando me disponía a hablar, fui interrumpido por el
maître. No estaba sólo hablando, sino chillando también. Ya he intentado
indicar como era la calidad del sonido, pero lo cierto es que una larga retahíla
de «is» no sirve para describirlo. Daba la impresión de que tenía el estomago
lleno de vapor y un pito de tetera enganchado en la garganta.
—Ese perro... ¡Ayyy! No se las veces que te lo he dicho...
¡Ayyy! Ya no puedo dormir... ¡Ayyv! Esa zorra dice que te corte la cara...
¡Ayyy! Me has engañado... ¡Ayyy! Y ahora lo traes aquí... ¡Ayyy!
Acto seguido el silencio se apoderó del comedor. Los comensales
interrumpieron sus conversaciones v alzaron la vista para mirar a la figura
delgada, pálida y vestida de negro que estaba cruzando la habitación a grandes
pasos, con la cara hacia adelante y moviendo sus largas piernas de cigüeña como
si fueran una tijera. Ahora las personas que nos rodeaban no tenían cara de
estar divirtiéndose, sino de estupefacción. El maître tenía la pajarita
torcida en un ángulo de noventa grados con respecto a su posición normal, de
modo que ahora se parecía a las manecillas de un reloj cuando marcan las seis.
Andaba con las manos a la espalda y ligeramente encorvado, lo que me hizo pensar
en un dibujo de mi libro de literatura de sexto curso, una ilustración de
Ichabod Crane, el desdichado maestro de Washington Irving.
Era a mí a quien miraba y a mí a quien se acercaba. Lo miré
fijamente, como si estuviera casi hipnotizado (me sentía como en esos sueños en
los que descubres que no has estudiado para el examen de derecho al que tenías
que presentarte o que has acudido desnudo a una cena en tu honor en la Casa
Blanca), y me hubiera quedado así si Humboldt no llega a moverse. Oí que su
silla rechinaba y lo miré. Estaba de pie, sosteniendo un pañuelo con la mano sin
mucha fuerza. Parecía sorprendido pero también furioso. De pronto comprendí dos
cosas: que estaba borracho (muy borracho, la verdad) y que consideraba lo que
estaba sucediendo como un desdoro para su forma de hacer las cosas. Al fin y al
cabo él había elegido el restaurante y ¿qué había ocurrido?: pues que el jefe de
comedor se había vuelto majara.
—¡Ayyy! ¡Te vas a enterar! ¡Esta vez te vas a enterar... !
—Oh, Dios santo. Se ha orinado en los pantalones —musitó una
mujer de una mesa cercana, pero se le pudo oír perfectamente en el silencio que
se produjo cuando el maître tomó aire para seguir chillando.
Entonces vi que la mujer estaba en lo cierto. El hombre tenia
empapada la entrepierna del pantalón del esmoquin.
—Ya basta, idiota—exclamo Humboldt, volviéndose para plantarle
cara. El maître sacó la mano izquierda de detrás de la espalda. En ella
tenia el cuchillo de carnicero más grande que haya visto en toda mi vida. Debía
de medir medio metro de largo y tenia la parte superior del filo un tanto
acampanada, como los alfanjes de las antiguas películas de piratas.
—¡Cuidado! —le grité a Humboldt, y en una de las mesas que
había junto a la pared un hombre flaco con gafas sin montura chilló, arrojando
sobre el mantel los fragmentos de comida masticados que tenía en la boca.
Humboldt no parecía haber oído ni mi grito ni el chillido del
hombre. Estaba mirando al maître ceñudamente y diciéndole:
—Sepa usted que no pienso volver por aquí si esta es la
manera...
—¡Ayyy! ¡Ayyy! —chilló el maître, y acto seguido levantó
el cuchillo de carnicero y cortó el aire con él. El arma hizo una especie de
silbido, como una frase susurrada. El punto lo puso el cuchillo al hundirse en
la mejilla derecha de William Humboldt. La sangre brotó de la herida
aparatosamente, formando un violento chorro de diminutas gotas que decoraron el
mantel con un dibujo graneado en forma de abanico. Vi claramente (jamás lo
olvidaré) que una brillante gota roja caía en mi vaso de agua y se hundía
dejando tras de sí un filamento rosáceo semejante a una cola extendida. Parecía
un renacuajo ensangrentado.
La mejilla de Humboldt reventó, dejando al descubierto sus
dientes. Cuando se llevó la mano a la goteante herida, vi algo de color blanco y
rosáceo sobre el hombro de su americana gris marengo. Hasta que no acabó todo no
comprendí que seguramente se trataba del lóbulo de su oreja.
—¡Esto para que te enteres! —chilló furiosamente el maître
al ensangrentado terapeuta de Diane, que se había quedado parado con la mano
sobre la herida. La sangre manaba entre sus dedos y se le escurría por la mano.
Por lo demás se parecía extrañamente a Jack Benny cuando pone una de sus famosas
caras de desconcierto—. ¡Vete a decírselo a esos repugnantes amigos que tienes
en la calle! ¡Sí! ¡A esos chismosos! ¡Eres un aguafiestas! ¡Ayyy...! ¡Amante de
los perros!
Ahora había más gente chillando, la mayoría porque había visto
la sangre, supongo. Humboldt era un hombre corpulento y estaba sangrando como un
cerdo colgado de un gancho. Yo oí el goteo en el suelo como el agua que sale de
una tubería rota; ahora la pechera blanca de su camisa estaba roja. La corbata,
que era roja, se le había oscurecido.
—¿Steve? —dijo Diane—. ¡¿Steven?!
En la mesa que había detrás de ella y ligeramente a la
izquierda estaban comiendo un hombre y una mujer. De pronto el hombre (que
rondaba los treinta años y tenía el mismo atractivo que George Hamilton en sus
buenos tiempos), se levantó y corrió hacia la salida del restaurante.
—¡Troy! ¡No te vayas sin mí! —chilló su pareja. Pero Troy no
volvió la vista atrás. Al parecer había recordado que tenía que devolver un
libro a la biblioteca o tal vez que había prometido limpiar el coche.
Si se había producido una situación de parálisis en el comedor
(no podría asegurarlo, pese a que vi muchas cosas y lo recuerdo todo), esto fue
lo que le puso fin. Se oyeron más chillidos, se levantaron otras personas y se
volcaron varias mesas. Los vasos y las piezas de loza se hicieron añicos en el
suelo. Vi a un hombre rodeando la cintura de una mujer pasar apresuradamente por
detrás del maître; la mujer le atenazaba el hombro como si en lugar de
una mano tuviera una zarpa. Por un momento sus ojos se cruzaron con los míos, y
vi que estaban tan vacíos como los de un busto griego. Tenía el semblante pálido
como un cadáver y desencajado por el terror.
Todo esto pudo ocurrir en diez segundos o quizá en veinte. Lo
recuerdo como una serie de fotografías o planos de película, pero sin secuencia
temporal. Para mí el tiempo dejó de existir en el momento en que Alfalfa sacó su
mano izquierda de detrás de la espalda y vi el cuchillo de carnicero. Durante
aquel tiempo el hombre del esmoquin siguió profiriendo una confusa sarta de
palabras en su idioma especial de maître, el idioma que aquella antigua
novia mía había llamado pretencioso.
Algunas palabras pertenecían realmente a un idioma extranjero,
otras eran inglesas pero no tenían el menor sentido, y otras eran
desconcertantes y se quedaban grabadas en la memoria de una manera casi
obsesiva. ¿Habéis leído la larga y confusa declaración que hizo Dutch Schultz en
su lecho de muerte? Pues era algo parecido. De la mayor parte no puedo
acordarme, pero lo que recuerdo creo que no lo olvidaré jamás.
Humboldt retrocedió con paso inseguro sin dejar de taparse su
lacerada mejilla. Con la corva chocó contra el asiento de su silla y se sentó
pesadamente en ella. Parece una persona a la que acaban de decirle que tiene
cáncer, pensé. Empezó a volverse hacia Diane y hacia mí. Tenía los ojos muy
abiertos y mirada de espanto. Aún tuve tiempo de ver que le brotaban lágrimas
antes de que el maître cogiera el cuchillo de carnicero con ambas manos y
hundiera la hoja en medio de su cabeza. El ruido que hizo fue parecido al de
golpear un montón de toallas con un bastón.
—¡Bota! —chilló Humboldt.
Estoy completamente seguro de que la ultima palabra que
pronuncio en este mundo fue «bota». Luego puso sus llorosos ojos en blanco y
cayo de bruces sobre su plato, derribando los vasos con una mano extendida.
Mientras tanto el maître (que ahora tenía no una parte sino todo el pelo
alborotado) extrajo el largo cuchillo de su cabeza haciendo palanca. De la
herida salió un chorro de sangre vertical y salpico el vestido de Diane. Ella
levantó de nuevo las manos a la altura de los hombros con las palmas vueltas
hacia fuera, pero esta vez en señal de horror, no de irritación. Soltó un grito
y a continuación se llevo las manos manchadas de sangre a la cara, tapándose los
ojos. El maître no se fijó en ella. Lo que hizo fue volverse hacia
mí.
—Ese perro tuyo... —dijo con tono casi familiar. No mostraba
ningún interés en los gritos y las aterrorizadas personas que estaban
precipitándose por detrás de él hacia la puerta. Ni siquiera parecía darse
cuenta de su presencia. Tenía los ojos muy grandes y muy negros. A mí volvían a
parecerme marrones, pero tenía unos círculos negros en torno a los irises—. Ese
perro tuyo es insoportable. Ni siquiera todas las radios de Coney Island juntas
consiguen hacer tanto ruido como él, so cabrón.
Tenía el paraguas en la mano, aunque si hay algo que no consigo
recordar, por mucho que lo intente, es cuando lo cogí. Creo que fue cuando
Humboldt se quedó estupefacto al darse cuenta de que le habían alargado la boca
unos veinte centímetros. Me acuerdo del hombre que se parecía a George Hamilton
y salió a todo correr en dirección a la puerta y sé que se llamaba Troy porque
así le llamó su pareja, pero no recuerdo cuando Cogí el paraguas que había
comprado en la tienda de artículos de viaje. Sin embargo, lo tenía en la mano, y
la etiqueta del precio colgaba de mi puño, y cuando el maître se inclino
como para hacer una reverencia y atravesó el aire con el cuchillo dirigiéndolo
hacia mí (con intención, creo, de hundirlo en mi garganta), lo levante y le
golpeé en la muñeca tal como pudiera azotar un maestro chapado a la antigua a un
alumno revoltoso con su vara de nogal.
—¡Uf! —gruñó el maître cuando su mano se dobló
bruscamente hacia abajo y la hoja de acero que iba dirigida a mi garganta
atravesó el empapado mantel rosa. Pero no se dio por vencido y volvió a levantar
el arma. Si hubiera intentado golpearle la mano con que sostenía el cuchillo,
estoy seguro de que habría fallado. Pero no fue eso lo que hice. Dirigí el golpe
a su cara y le propine un mamporro sensacional (o al menos todo lo sensacional
que puede ser un mamporro que se da con un paraguas) en la sien. El paraguas se
abrió como la tapa de una caja de sorpresas cuando el muñeco brinca empujado por
un resorte.
Pero no me hizo ninguna gracia. La armadura del paraguas me
impidió ver al maître cuando este retrocedió con paso inseguro llevándose
la mano al lugar donde le había golpeado. Esto no me gustó. ¿Que no me gusto he
dicho? Me aterrorizó. Y eso que ya estaba bastante aterrorizado.
Cogí a Diane por la muñeca y le di un tirón para que se
levantara. Ella se puso en pie sin decir palabra, dio un paso hacia mí, tropezó
con sus zapatos de tacón y cayó torpemente en mis brazos. Noté la presión de sus
pechos y la cálida y pegajosa humedad que los cubría.
—¡Ayyy...! ¡Estás majara...! —chilló el maître, o quizá
fue «macarra» lo que me llamó. Probablemente no tenga importancia, lo sé, y aún
así a menudo tengo la impresión de que sí la tiene. A altas horas de la noche,
las preguntas triviales me obsesionan tanto como las trascendentales—. ¡Jodido
majara! ¡Todas estas radios...! ¡Basta ya, bobo! ¡Que se vaya a la mierda el
primo Tito! ¡Y tú también puedes irte a la mierda!
El maître empezó a rodear la mesa en dirección a
nosotros (la zona que quedaba a sus espaldas estaba ahora completamente vacía y
tenía el mismo aspecto que un bar después de una trifulca en una película del
Oeste). Mi paraguas seguía encima de la mesa y su copa que seguía abierta,
sobresalía por el lado opuesto al nuestro. El maître lo golpeo con la
cadera y el paraguas cayo delante de él. Mientras lo apartaba, ayudé a Diane a
ponerse en pie y tiré de ella hacia el otro lado del comedor. No podíamos ir a
la puerta principal, quedaba demasiado lejos, pero incluso si hubiéramos podido
llegar a ella, nos la habríamos encontrado colapsada de gente aterrorizada que
no dejaba de chillar. Si el maître me perseguía (o a los dos), no le
costaría nada darnos alcance y trincharnos como a un par de pavos.
—¡Bichos! ¡Sois unos bichos! ¡Ayyy... ! Estoy harto de tu
perro, ¿me oyes? ¡Estoy harto de tu perro y de sus ladridos!
—¡Detenle! —gritó Diane—. ¡Oh, Dios mío! ¡Va a matarnos!
¡Detenle!
—¡Os voy a joder vivos, abominaciones! —Ahora estaba más cerca.
El paraguas no lo había entretenido mucho tiempo, de eso no cabía duda—. ¡Os voy
a joder a todos!
Vi tres puertas, dos estaban la una enfrente de la otra en un
entrante de la pared en el que también había un teléfono público. Eran los
aseos. Pero era inútil entrar en ellos. Incluso si hubieran sido servicios
individuales con cerrojo en la puerta no nos habrían valido para nada. A un
chalado como aquel no le costaría trabajo descerrajar la puerta de un retrete, y
en tal caso nosotros no tendríamos escapatoria.
Arrastré a Diane hasta la tercera puerta y le empuje al
interior de un mundo de limpias baldosas verdes, intensas luces fluorescentes,
cromo reluciente y humeantes olores de comida. El olor dominante era el del
salmón. Humboldt no había tenido oportunidad de preguntar por los platos del
día; yo en cambio creía saber cuál era al menos uno de ellos.
Había un camarero con una bandeja llena sobre la palma de la
mano, la boca abierta y los ojos desorbitados. Parecía Gimpel el Tonto, el
personaje del relato de Isaac Singer.
—Pero ¿qué...? —exclamó, y le empujé a un lado. La bandeja
salió volando y los platos y los vasos se hicieron añicos al chocar contra la
pared.
—¡Oigan! —gritó un gordinflón que llevaba una blusa blanca y un
enorme gorro de jefe de cocina. Tenía un pañuelo rojo al cuello y un cucharón en
una mano del que goteaba una salsa marrón—. ¡Oigan! ¡No pueden entrar aquí de
esta manera!
—Tienen que irse —dije—. Se ha vuelto loco. Está...
En ese momento se me ocurrió una forma de dar explicación sin
explicar nada: apoye una mano en el seno izquierdo de Diane, encima de la tela
empapada de su vestido. Aquella fue la ultima vez que la toque en un lugar
intimo, y no sé si me gustó o no. Extendí la mano y le mostré al jefe de cocina
la palma manchada con la sangre de Humboldt.
—Por amor de Dios... —exclamó—. Vengan a la parte de atrás.
En aquel preciso instante la puerta volvió a abrirse
bruscamente y el maître irrumpió en la cocina con los ojos desencajados y
el pelo como las púas de un erizo que se ha hecho un ovillo. Miró al camarero,
se desentendió de él, y se abalanzó sobre mí.
Salí disparado, arrastrando a Diane y apartando de un empellón
la blanda tripa del voluminoso cocinero. Pasamos por su lado y la pechera del
vestido de Diane con una mancha de sangre en su blusa. En lugar de seguirnos se
volvió hacia el maître y yo quise decirle que era inútil, que dirigirse a
aquel poseso asesino era la peor idea del mundo y probablemente la última que
iba a tener, pero no podía perder un segundo.
—¡Eh! —gritó el jefe de cocina—. Oye, Guy, ¿qué sucede?
Pronunció el nombre del maître como suelen hacerlo los franceses, con una
i larga, tras lo cual ya no dijo nada más.
Se oyó un golpe sordo que me recordó al que había provocado el
cuchillo al hundirse en el cráneo de Humboldt y a continuación el cocinero
gritó. Fue un sonido acuoso, al que siguió un chapoteo apagado que ahora aparece
en mis sueños de manera obsesiva. No sé que fue, ni quiero saberlo.
Tiré de Diane por un estrecho pasillo flanqueado por dos
cocinas que nos arrojaron olas de un calor furioso y pesado. Al fondo había una
puerta con dos cerrojos. Manipulé frenéticamente el cerrojo de arriba y entonces
oí a Guy, el maître infernal, que había reanudado la persecución y estaba
balbuceando.
Yo intentaba creer que conseguiría abrir la puerta y salir
antes de que él nos atacara, pero una parte de mí (la que estaba decidida a
vivir) fue más sensata. Empuje a Diane contra la puerta y me puse delante de
ella en actitud protectora y planté cara al maître.
Se acercaba a toda velocidad por el estrecho pasillo que
formaban las cocinas esgrimiendo el cuchillo en la mano izquierda por encima de
la cabeza. Como tenía la boca abierta, pude verle la dentadura, que estaba sucia
y corroída. Cualquier esperanza de que el cocinero nos ayudara se desvaneció, ya
que estaba encogido de miedo junto a la puerta que conducía al comedor. Tenía
los dedos metidos en la boca como un perfecto patán.
—¡Se me había olvidado que no deberías haber estado...! —chilló
Guy. Parecía Yoda en La guerra de las galaxias—. ¡Tu odioso
perro... ! ¡Tu ensordecedora música...! ¡Ayyy! ¿Cómo has podido...?
En uno de los fuegos delanteros de la cocina de la izquierda
había una olla. La cogí y se la arroje encima. Tuvo que pasar una hora para que
me diera cuenta de las graves quemaduras que sufrí al hacerlo: tenía la palma de
la mano llena de ampollas que parecían pastas diminutas y más ampollas en los
tres dedos del medio. La olla salió despedida de la cocina y se volcó en el
aire, empapando a Guy de cintura para abajo con algo más de cinco litros de agua
hirviendo con maíz y arroz.
Guy chilló, retrocedió a trompicones y puso una mano sobre la
otra cocina, casi directamente sobre la llama que ardía bajo una sartén en la
que unos champiñones empezaban a convertirse en carbón. Guy volvió a chillar
(esta vez en un registro tan alto que me dañó los oídos) y se puso la palma de
la mano ante los ojos como si no pudiera creer que fuese suya.
Miré a mi derecha y vi que al lado de la puerta había un
pequeño espacio reservado para productos de limpieza: en un estante había
Glassex, Clorox y Mr Proper y, abajo, una escoba con un recogedor colocado
encima del mango como un sombrero y una fregona dentro de un cubo con
escurridor..
Cuando Guy volvió a acercarse a mí empuñando el cuchillo, cogí
la fregona y tiré para mover el cubo sobre sus ruedecillas y ponerlo delante, y
luego traté de darle un golpe a Guy con él. Este se inclino hacia atrás, pero no
retrocedió. En sus labios había una sonrisilla peculiar, como un tic nervioso.
Parecía un perro que se ha olvidado de gruñir. Alzó el cuchillo a la altura de
la cara e hizo varios movimientos enigmáticos Los fluorescentes del techo se
reflejaron con un brillo trémulo y líquido sobre la hoja, en los puntos donde no
había sangre. Daba la impresión de que no sentía dolor ni en la mano quemada ni
en las piernas, pese al agua hirviendo que le había caído encima.
—Cabrón de mierda—masculló mientras hacía sus enigmáticos
movimientos. Era como un cruzado preparándose para entrar en batalla, si cabe
imaginarse un cruzado con el pantalón rebozado de arroz— Voy a matarte como he
matado a ese maldito perro ladrador tuyo.
—Yo no tengo perro —repuse—. No puedo tener un perro. Es una
condición del contrato de arrendamiento.
Creo que fue lo único que le dije durante aquella pesadilla, y
no estoy completamente seguro de si lo dije en voz alta. Puede que sólo lo
pensara. Detrás de él vi al jefe de cocina, que trataba de ponerse en pie. Tenia
una mano sobre el tirador del frigorífico y la otra sobre la blusa
ensangrentada, que mostraba un desgarrón a la altura de su hinchada tripa que
parecía una sonrisa púrpura. Estaba intentando evitar que se le salieran los
intestinos, pero era una batalla perdida. Una parte de ellos, brillante y
amoratada, ya colgaba fuera como la cadena de un reloj de pesadilla.
Guy me hizo una finta con el cuchillo. Yo respondí lanzándole
el cubo de la fregona, pero él retrocedió. Yo volví a acercármelo y me quedé
quieto cogiendo el mango de madera de la fregona, listo para lanzarle el cubo de
nuevo si se movía. Tenía palpitaciones en la mano y el sudor me caía por la
mejilla como aceite caliente. Detrás de Guy, el cocinero se las había arreglado
para ponerse en pie. Con lentitud, como un invalido durante la primera fase de
rehabilitación tras una difícil operación, empezó a avanzar penosamente por el
pasillo en dirección a Gimpel el Tonto. Le deseé lo mejor.
—Descorre los cerrojos —le dije a Diane.
—¿Qué?
—Que descorras los cerrojos de la puerta.
—¡No puedo moverme! —exclamó—. Estás aplastándome.
Me moví hacia adelante para dejarle sitio. Guy me mostró sus
dientes, hizo otra finta con el cuchillo v luego volvió a retirarlo, esbozando
su nerviosa v perruna sonrisilla. Yo volví a lanzarle el cubo de la fregona, que
rodó sobre sus chirriantes ruedecillas.
—Eres un gusano maloliente —dijo. Parecía que estuvieras
hablando sobre las posibilidades que tenían los Mets de ganar la próxima liga— A
ver si te atreves ahora a poner la radio tan alta, gusano. Esto supone un cambio
de perspectiva, ¿eh? ¡Majara!
Trató de asestarme una cuchillada. Yo le lance el cubo. Pero
esta vez no retrocedió tanto, y me di cuenta de que estaba preparándose. Tenía
la intención abalanzarse sobre mí, y pronto. Entonces noté el roce de los senos
de Diane, que estaba conteniendo la respiración. Le había dejado sitio, pero no
se había vuelto para descorrer los cerrojos. Estaba paralizada.
—Abre la puerta —le dije torcidamente, como un presidiario—.
Tira de los jodidos cerrojos, Diane.
—No puedo... —sollozó—. No puedo, no tengo fuerza en las manos.
Deténle, Steven, no te quedes ahí hablando con él. Deténle.
Estaba sacándome de mis casillas, de veras.
—O te vuelves y tiras de esos malditos cerrojos, Diane, o me
aparto y le dejo...
—¡Ayyy! —chilló Guy, y se precipito sobre nosotros lanzando
cuchilladas.
Le arrojé el cubo de la fregona con todas mis fuerzas y le
golpeé en las piernas haciéndole perder el equilibrio. Guy soltó un alarido y me
lanzó una cuchillada hacia abajo haciendo un largo y desesperado movimiento con
el brazo. Un poco más cerca y me hubiera rebanado la punta de la nariz. Luego
cayó torpemente con las rodillas separadas de tal forma que la cara le quedó
encima del escurridor del cubo. ¡Perfecto! Le apreté la nuca con la fregona, que
cayó sobre sus hombros como si fueran la peluca de una bruja. Su cara quedó
incrustada en el escurridor. Guy soltó un chillido de dolor pero el sonido quedo
amortiguado por la fregona.
—¡Tira de esos cerrojos! —le grité a Diane—. ¡Tira de esos
cerrojos, jodida inútil! ¡Tira...!
Entonces oí un ruido sordo. Algo duro y puntiagudo me había
golpeado la nalga izquierda. Proferí un grito (más por sorpresa que por miedo,
creo, aunque me dolió), perdí el equilibrio y caí sobre una rodilla. Guy sacó la
cabeza, saliendo al mismo tiempo de debajo de la fregona y respirando tan
ruidosamente que parecía estar ladrando. Pero esto no le frenó, ya que arremetió
contra mí con el cuchillo. Yo retrocedí, sintiendo el aire cuando la hoja pasó
al lado de mi mejilla.
Fue al erguirme cuando me di cuenta de lo sucedido. Sí, fue
entonces cuando me di cuenta de lo que Diane había hecho. La mire por encima del
hombro. Ella me sostuvo la mirada desafiante, con la espalda apretada contra la
puerta. Una idea descabellada acudió a mi mente: Diane quería matarme. Incluso
era posible que hubiera planeado todo aquel asunto. Había conocido a un
maître chiflado y...
Diane abrió los ojos desmesuradamente y grito:
—¡Cuidado!
Me volví justo a tiempo para ver a Guy abalanzándose sobre mí.
Tenía la cara rojo brillante excepto en los puntos donde los agujeros del
escurridor le habían dejado círculos blancos. Intente pegarle en la garganta con
el palo de la fregona, pero sólo conseguí golpearle en el pecho. Sin embargo,
logré rechazar su ataque y que retrocediera un paso. Lo que ocurrió a
continuación fue sólo buena suerte. Se resbaló con el agua del cubo volcado y se
golpeó la cabeza contra las baldosas. Sin pensarlo y vagamente consciente de que
estaba gritando, cogí la sartén de los champiñones del fuego y le di en la cara
con todas mis fuerzas. Se oyó un sonido amortiguado, al que siguió el espantoso
(pero afortunadamente breve) silbido que produjo su piel cuando se le quemaron
las mejillas y la frente. Di media vuelta, aparté a Diane a un lado y descorrí
los cerrojos de la puerta. Abrí y la luz del sol me azotó como un látigo.
También lo hizo el olor del aire. Que yo recuerde, jamás el olor del aire me ha
parecido tan agradable como en aquella ocasión, ni siquiera de pequeño, cuando
llegaba el primer día de las vacaciones de verano.
Cogí a Diane por el brazo y la saqué a un estrecho callejón a
cuyos lados había unos cubos de basura cerrados con candado. Al final se
encontraba la calle Cincuenta y tres, por la que pasaban coches en ambas
direcciones ignorantes de lo que acababa de suceder. Para mí fue una visión del
paraíso. Luego eché un vistazo por la puerta de la cocina. Guy estaba tumbado
boca arriba con un circulo de champiñones carbonizados alrededor de la cabeza
que parecía una diadema. La sartén había caído a un lado, dejando al descubierto
una cara roja e hinchada de ampollas. Guy tenía un ojo abierto, pero no parecía
ver las luces fluorescentes del techo. Detrás de él la cocina estaba vacía.
Había un charco de sangre en el suelo y huellas de mano hechas con sangre en la
puerta de esmalte blanco del frigorífico empotrado, pero el jefe de cocina había
desaparecido.
Cerré la puerta de golpe y señalé el callejón.
—Vamos —dije.
Diane se quedó mirándome fijamente. Yo le di un leve empujón en
el hombro izquierdo.
— ¡Vamos!
Ella levantó una mano como un guarda urbano, hizo un gesto de
negación con la cabeza y luego me señaló con un dedo.
—No me toques.
—¿Qué vas a hacer? ¿Azuzar a tu terapeuta para que me ataque?
Creo que está muerto, querida.
—No me hables en tono paternalista. Que no se te ocurra. Y te
lo advierto, Steven: no me toques.
La puerta de la cocina se abrió de repente. No pensé nada;
simplemente me moví y la cerré de golpe. Antes de que se cerrara, oí un grito
ahogado (no sé si de dolor o de enojo, ni me importa), tras lo cual me apoyé
contra ella firmemente.
—¿Quieres que nos quedemos aquí y lo discutamos? —le pregunté—.
A juzgar por el ruido que esta haciendo, parece que sigue bastante animado. —Guy
volvió a empujar la puerta. Yo trastabillé pero volví a cerrarla. Esperé a que
lo intentara de nuevo, pero no lo hizo.
Diane me miró de hito en hito, con expresión de enojo e
incertidumbre, y luego echó a andar con la cabeza gacha y el pelo suelto. Yo
permanecí apoyado contra la puerta hasta que ella hubo recorrido las tres
cuartas partes del callejón, tras lo cual me aparté y mire la puerta con
cautela. Nadie salió, pero para quedarme tranquilo arrastré uno de los cubos de
basura hasta la puerta y lo dejé allí. Luego eché a correr en dirección a
Diane.
Cuando llegué a la salida del callejón ya había desaparecido.
Miré a la derecha, hacia Madison, y no la vi. Miré a la izquierda y allí estaba,
cruzando lentamente la calle Cincuenta y tres en diagonal con la cabeza todavía
gacha y el pelo ondeando sobre ambos lados de la cara como un par de cortinas.
Nadie le hacía caso; la gente que había delante del restaurante Gotham estaba
mirando por el ventanal tan asombrada como quienes se detienen delante de los
tiburones del acuario de Boston a la hora de la comida. Se oían unas sirenas
acercándose. Eran muchas.
Crucé la calle e hice ademán de tocarle el hombro, pero preferí
llamarla por su nombre.
Ella se dio media vuelta. Tenía la mirada ausente a causa del
terror y la conmoción. La parte delantera de su vestido se había convertido en
un repugnante babero púrpura. Apestaba a sangre y adrenalina.
—Déjame en paz —dijo—. No quiero volver a verte.
—Me has tratado a patadas ahí dentro, so puta. Y encima casi
consigues que me maten. Mejor dicho, casi consigues que nos maten a los dos. Es
increíble.
—Llevo catorce meses deseando tratarte a patadas dijo— Cuando
se trata de cumplir nuestros sueños, no siempre podemos elegir el momento, ¿no
te... ?
Le di un bofetón. No lo hice con premeditación simplemente le
descargue la mano en la mejilla. Pocas cosas en mi vida de adulto me han
producido tanto placer. Me avergüenzo de ello, pero ya he llegado a tal punto en
esta historia que ahora no puedo empezar a contar mentiras, ni siquiera por
omisión.
Diane echó la cabeza hacia atrás. Abrió los ojos
desmesuradamente y puso gesto de sorpresa y dolor, con lo cual la expresión
ausente que le había causado la conmoción desapareció de su mirada.
—¡Malnacido! —gritó llevándose la mano a la mejilla. Las
lágrimas estaban a punto de brotarle—. ¡Oh! ¡Eres un jodido malnacido ... !
—Te he salvado la vida—dije—. ¿No te das cuenta? ¿No consigues
comprenderlo? Te he salvado la vida joder.
—Eres un hijo de puta —musitó—. Un hijo de puta controlador,
puntilloso, de miras estrechas, engreído y satisfecho de sí mismo. ¡Te odio!
—Basta ya de idioteces. Si no fuera por este hijo de puta
engreído y de miras estrechas ahora estarías muerta.
—Si no fuera por ti, ni siquiera habría venido aquí —dijo
cuando los primeros coches de policía anunciaron su llegada con un quejido de
sirenas y se detuvieron delante del restaurante Gotham. Los agentes de policía
salieron de ellos como salen los payasos a hacer un numero circense—. Si vuelves
a tocarme te arranco los ojos, Steve —me advirtió—. No te acerques a mí.
Tuve que meterme las manos en los sobacos. Querían matarla.
Querían rodear su cuello y matarla.
Dio siete u ocho pasos y luego se volvió hacia mí sonriendo.
Era una sonrisa terrible, más espantosa que cualquier expresión que hubiera
visto en la cara de Guy, el camarero endemoniado.
—He tenido amantes —dijo con su terrible sonrisa Estaba
mintiendo. La mentira se le reflejaba en todo el rostro, pero esto no disminuyo
el dolor que me produjo. Ella quería que fuera cierto. También esto se reflejaba
en su rostro—. Este último año he tenido tres. Tú no me lo hacías nada bien, de
manera que he buscado hombres que me lo hicieran mejor.
Dio media vuelta y se alejó como si fuera una mujer de sesenta
y cinco años en lugar de veintisiete. Yo me quedé parado y la observé. Justo
antes de que llegara a la esquina volví a gritar. Era lo único que no podía
aceptar. Se me había quedado clavado en la garganta como un hueso de pollo:
—¡Te he salvado la vida! ¡Te he salvado la vida, joder!
Ella se detuvo antes de doblar la esquina y se volvió. En sus
labios seguía dibujada la terrible sonrisa de antes.
—No —dijo—, no me has salvado.
Luego dobló la esquina. No la he vuelto a ver desde entonces,
aunque supongo que lo haré. La veré en los tribunales, como se suele decir.
En la siguiente manzana vi una tienda y compré un paquete de
Marlboro. Cuando regresé a la esquina de Madison con la Cincuenta y tres, estaba
cortada con esos caballetes azules que pone la policía para proteger la escena
de un crimen o el recorrido de un desfile. Aun así pude ver el restaurante. Me
senté en el bordillo, encendí un cigarrillo y observé los acontecimientos. En
aquel momento llegaron varias ambulancias con sirenas. A quien metieron en la
primera fue al jefe de cocina, que estaba inconsciente pero al parecer seguía
vivo. Tras su breve aparición, sacaron sobre una camilla una bolsa para
transportar cadáveres: era Humboldt. A continuación sacaron a Guy, que iba atado
a una camilla y miraba de un lado a otro con los ojos desorbitados, y lo
metieron en la parte trasera de una ambulancia. Tuve la impresión de que por un
instante nuestras miradas se habían cruzado, pero probablemente no fue más que m
imaginación.
Cuando la ambulancia de Guy se puso en marcha y pasó por un
hueco que había en la valla de caballetes que habían hecho dos agentes
uniformados, arrojé el cigarrillo que estaba fumando a la cuneta. Si acababa de
salvar el pellejo, decidí que no era para empezar a matarme de nuevo con el
tabaco.
Miré como se alejaba la ambulancia y traté de imaginarme al
hombre que llevaba dentro viviendo allí donde viven los maîtres: Queens,
Brooklyn o tal vez, incluso Rav o Mamaroneck. Traté de imaginarme el aspecto de
su comedor y los cuadros que tendría colgados de la pared... No lo conseguí,
pero me di cuenta de que podía imaginarme con relativa facilidad cómo era su
dormitorio, aunque no si lo compartía con una mujer. Podía verlo tumbado en la
cama, despierto pero totalmente quieto, mirando al techo a altas horas de la
noche mientras la luna permanecía suspendida en el negro firmamento como el ojo
entornado de un cadáver. Podía imaginármelo tumbado en la cama y escuchando los
continuos y monótonos ladridos del perro del vecino, que se repetían
ininterrumpidamente hasta que el sonido se convertía en un clavo de plata que
horadaba el cerebro. Podía imaginármelo tumbado no muy lejos de un armario lleno
de esmóquines metido en bolsas de plástico de tintorería, colgados en la
oscuridad como criminales ahorcados. Me pregunté si estaría casado. De ser así,
¿habría matado a su esposa ante de ir a trabajar? Pensé en el lamparón que tenía
en la camisa y llegué a la conclusión de que era una posibilidad. También pensé
en el perro del vecino, el que no podía callar. Y en la familia del vecino.
Pero sobre todo pensé en Guy, tumbado sin poder pegar ojo las
mismas noches que yo no había podido dormir, oyendo el perro del vecino de al
lado o del piso de abajo tal como yo había oído las sirenas y el rumor de los
camiones que se dirigían al centro. Pensé en él tumbado en su dormitorio con la
mirada puesta en las sombras que la luna había claveteado en el techo. Pensé en
aquel chillido que habría ido aumentando en su cabeza como el gas en una
habitación cerrada.
—¡Ayyy...! —dije, sólo para ver como sonaba. Tiré el paquete de
Marlboro a la cuneta y, sin levantarme del bordillo de la acera, empecé a
pisotearlo metódicamente—. Ayyy... Ayyy... Ayyy...
Uno de los policías que había junto a los caballetes me
miró.
—Oiga, amigo, ¿quiere dejar de incordiar? —dijo—. Aquí no
estamos para bromas.
Pues claro que no están para bromas, pensé. ¿Acaso hay alguien
que lo esté?
Pero no dije nada. Dejé de pisotear el paquete, que ya estaba
bastante aplastado, y dejé de imitar el chillido. Sin embargo todavía podía
oírlo en mi cabeza. ¿Y por qué no iba a ser así? Tiene tanto sentido como
cualquier otra cosa.
Ayyy...
Ayyy...
Ayyy...
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