La Tumba - P. H. Lovecraft
La Tumba
P. H. Lovecraft
«Sedibus ut saltem placidis in morte quiescam.»
-Virgilio
Al abordar las circunstancias que han provocado mi
reclusión en este asilo para enfermos mentales, soy consciente de que mi actual
situación provocará las lógicas reservas acerca de la autenticidad de mi relato.
Es una desgracia que el común de la humanidad sea demasiado estrecha de miras
para sopesar con calma e inteligencia ciertos fenómenos aislados que subyacen
más allá de su experiencia común, y que son vistos y sentidos tan sólo por
algunas personas psíquicamente sensibles. Los hombres de más amplio intelecto
saben que no existe una verdadera distinción entre lo real y lo irreal; que
todas las cosas aparecen tal como son tan sólo en virtud de los frágiles
sentidos físicos y mentales mediante los que las percibimos; pero el prosaico
materialismo de la mayoría tacha de locuras a los destellos de clarividencia que
traspasan el vulgar velo del empirismo chabacano.
Mi nombre es Jervas Dudley, y desde mi más tierna
infancia he sido un soñador y un visionario. Lo bastante adinerado como para no
necesitar trabajar, y temperamentalmente negado para los estudios formales y el
trato social de mis iguales, viví siempre en esferas alejadas del mundo real;
pasando mi juventud y adolescencia entre libros antiguos y poco conocidos, así
como deambulando por los campos y arboledas en la vecindad del hogar de mis
antepasados. No creo que lo leído en tales libros, o lo visto en esos campos y
arboledas, fuera lo mismo que otros chicos pudieran leer o ver allí; pero de
tales cosas debo hablar poco, ya que explayarme sobre ellas no haría sino
confirmar esas infamias despiadadas acerca de mi inteligencia que a veces oigo
susurrar a los esquivos enfermeros que me rodean. Será mejor para mí que me ciña
a los sucesos sin entrar a analizar las causas.
Ya he dicho que vivía apartado del mundo real, aunque
no que viviera solo. Eso no es para seres humanos, ya que quien se aparta de la
compañía de los vivos inevitablemente frecuenta la compañía de cosas que no
tienen, o al menos no demasiada, vida. Cerca de mi casa existe una curiosa
hondonada boscosa en cuyas profundidades umbrías pasaba la mayor parte del
tiempo; leyendo, pensando y soñando. En sus musgosas laderas tuvieron lugar mis
primeros pasos infantiles, y en torno a sus robles grotescamente nudosos se
entretejieron mis primeras fantasías de adolescencia. Terminé por conocer bien a
las dríadas tutelares de tales árboles, y a menudo he atisbado sus salvajes
danzas a los fieros rayos de la luna menguante... pero no debo hablar ahora de
eso. Debo ceñirme a la tumba abandonada de los Hydes, una vieja y rancia familia
cuyo último descendiente directo había sido introducido en su negro seno décadas
antes de mi nacimiento.
Esta cripta de la que hablo es de viejo granito,
carcomido y descolorido por brumas y humedades de generaciones. Excavado en la
ladera, tan sólo la entrada de la estructura resulta visible. La puerta, un
bloque pesado e imponente de piedra, cuelga sobre oxidados goznes de hierro, y
se encuentra entornada de forma extraña y siniestra, mediante pesadas cadenas y
candados, siguiendo una rústica costumbre de hace medio siglo. La residencia del
linaje cuyos vástagos yacen aquí en urnas, antiguamente coronaba la cuesta donde
se halla la tumba, pero hace mucho que se derrumbó víctima de las llamas
provocadas por la desastrosa caída de un rayo. Los más viejos del lugar a veces
hablan con voces apagadas e inquietas acerca de la tormenta de medianoche que
destruyó esa melancólica mansión; mencionando lo que ellos llaman «cólera
divina» en una forma tal que en años posteriores aumentaría la siempre fuerte
fascinación que sentía por ese sepulcro devorado por las malezas. Tan sólo un
hombre había perecido por el fuego. Cuando el último de los Hydes fue sepultado
en este lugar de sombras y quietud, aquella triste urna de cenizas había llegado
de una tierra distante, ya que la familia se había marchado tras el incendio de
la mansión. Ya no queda nadie para depositar flores en el portal de granito, y
pocos se aventuran entre las deprimentes sombras que parecen demorarse en forma
extraña alrededor de sus piedras gastadas por el agua.
Nunca olvidaré la tarde en que me encontré por primera
vez con esa casa de muerte casi oculta. Era mediado el verano, cuando la
alquimia de la naturaleza transmuta el paisaje silvestre en una vívida y casi
homogénea masa de verdor; cuando los sentidos se ven intoxicados por oleadas de
húmedo verdor y el aroma sutilmente indefinible de la tierra y la vegetación. En
tales parajes la mente pierde la perspectiva; tiempo y espacio se hacen vanos e
irreales, y los sucesos de un pasado perdido laten insistentemente sobre la
conciencia cautivada. Estuve vagabundeando todo el día a través de las místicas
arboledas; pensando en cosas de las que no hace falta hablar y conversando con
seres que no debo mencionar. A la edad de diez años, yo había visto y oído
multitud de maravillas ocultas para el vulgo; y era curiosamente viejo en
ciertos aspectos. Cuando, tras abrirme paso entre dos exuberantes zarzales, me
topé bruscamente con la entrada de la cripta, yo no sabía lo que había
descubierto. Los oscuros bloques de granito, la puerta tan curiosamente
entreabierta, y los relieves funerarios sobre el arco, no despertaron en mí
asociaciones tristes o terribles. Sobre tumbas y sepulcros ya era mucho lo que
sabía e imaginaba, aunque por mi peculiar carácter me había apartado de todo
contacto con camposantos y cementerios. La extraña casa de piedra en la ladera
representaba para mí una fuente de interés y especulaciones; y su interior frío
y húmedo, dentro del que vanamente trataba de ojear a través de la abertura tan
incitantemente dispuesta, no tenía para mí connotaciones de muerte o decadencia.
Pero de ese instante de curiosidad nació el loco e irracional deseo que me ha
conducido a este infierno de reclusión. Azuzado por una voz que debía proceder
del espantoso corazón de la espesura, resolví penetrar aquellas tinieblas que me
reclamaban, a pesar de las cadenas que impedían mi acceso. En la menguante luz
del día, alternativamente sacudí los herrumbrosos impedimentos, dispuesto a
franquear la puerta de piedra, e intenté escurrir mi magro cuerpo a través del
espacio ya abierto; pero nada de todo esto resultó. Tras la curiosidad del
principio, ahora me encontraba frenético; y cuando en el crepúsculo que avanzaba
volví a casa, había jurado al centenar de dioses del bosque que, a cualquier
precio, algún día me abriría paso hasta las oscuras y heladas profundidades que
parecían reclamarme. El médico de barba gris que acude cada día a mi cuarto dijo
una vez a un visitante que tal decisión representaba el comienzo de una penosa
monomanía; pero esperaré el juicio final de los lectores cuando éstos hayan
sabido todo.
Consumí los meses posteriores al descubrimiento en
inútiles tentativas de forzar el complejo candado de la cripta entreabierta, así
como en discretas indagaciones acerca de la naturaleza e historia de esa
estructura. Con el oído tradicionalmente receptivo de los niños, aprendí mucho,
aun cuando mi habitual reserva me llevó a no comunicar a nadie ni esos datos ni
la decisión tomada. Quizás debiera mencionar que no me sorprendí ni me aterré al
conocer la naturaleza de la cripta. Mis originales ideas acerca de la vida y de
la muerte me habían llevado a asociar, de alguna vaga forma, la fría arcilla y
el cuerpo animado; y sentí que esa grande y siniestra familia de la mansión
incendiada estaba en algún modo presente en el pétreo recinto que yo trataba de
explorar. Las habladurías sobre ritos salvajes e idólatras orgías ocurridas
antiguamente en el viejo lugar despertaban en mí un nuevo y poderoso interés por
la tumba, ante cuyas puertas podía sentarme durante horas y más horas cada día.
En cierta ocasión lancé una vela por la rendija de la entrada; pero no pude ver
nada sino un tramo de húmedos peldaños que descendía. El olor del lugar me
repelía al tiempo que me fascinaba. Sentía haberlo aspirado ya antes, en un
remoto pasado anterior a todo recuerdo; previo incluso a mi estancia en el
cuerpo que ahora habito.
El año siguiente al descubrimiento de la tumba encontré
una traducción carcomida por los gusanos de las Vidas de Plutarco en el
ático atestado de libros de mi hogar. Leyendo la vida de Teseo, quedé sumamente
impresionado por aquel pasaje que habla sobre la gran roca bajo la que el héroe
infantil habría de encontrar las señales de su destino, tras hacerse lo
suficientemente adulto como para alzar su enorme peso. Esa leyenda consiguió
aplacar mi acuciante impaciencia por penetrar la cripta, ya que me hizo percibir
que aún no había llegado el tiempo. Más tarde, me dije, alcanzaría fuerza e
ingenio bastantes como para franquear con facilidad la puerta pesadamente
encadenada; pero hasta ese momento debía conformarme con lo que parecían los
designios del Destino.
En consecuencia, la atención dedicada al húmedo portal
se tornó menos persistente, y dediqué mucho de mi tiempo a otras meditaciones
sobre asuntos igualmente extraños. A veces me levantaba sigilosamente durante la
noche, saliendo a pasear por aquellos camposantos y cementerios de los que mis
padres me habían mantenido alejado. Qué hacía allí no sabría decir, ya que no
estoy seguro de la realidad de algunos hechos; pero sé que al día siguiente de
alguno de tales paseos solía asombrarme con la posesión de un conocimiento sobre
temas casi olvidados durante muchas generaciones. Fue durante una noche así que
estremecí a la comunidad con una extraña hipótesis acerca del enterramiento del
rico y famoso hacendado Brewster, una celebridad local sepultada en 1711 y cuya
lápida de pirraza, ostentando el grabado de una calavera y dos tibias cruzadas,
iba convirtiéndose lentamente en polvo. En un instante de infantil imaginación
juré no sólo que el enterrador, Goodman Simpson, había hurtado sus zapatos con
hebilla de plata, medias de seda y calzones de raso al muerto antes del
entierro; sino que el mismo hacendado, aún vivo, se había girado por dos veces
en su ataúd cubierto de tierra el día después de ser sepultado.
Pero la idea de penetrar la tumba nunca abandonó mis
pensamientos; viéndose de hecho estimulada por el inesperado descubrimiento
genealógico de que mis propios antepasados maternos mantenían un ligero
parentesco con la familia de los Hydes, considerada extinta. El último de mi
rama paterna, yo era asimismo el último de ese linaje más viejo y misterioso.
Comencé a considerar esa tumba como mía, y a esperar con ansiedad el futuro,
esperando el momento en que pudiera traspasar la puerta de piedra y descender en
la oscuridad aquellos viscosos peldaños de piedra. Adquirí el hábito de escuchar
con gran atención junto al portal entornado, eligiendo para esa curiosa vigilia
mis horas preferidas, en la quietud de la medianoche. Al alcanzar la edad
adulta, había abierto un pequeño claro en la espesura, ante la fachada cubierta
de moho de la ladera, permitiendo a la vegetación adyacente circundar y cubrir
aquel espacio, a semejanza de un selvático enramado. Tal enramado era mi templo,
la puerta aherrojada del santuario, y aquí yacía tendido en el musgoso suelo,
sumido en extraños pensamientos y enroñando sueños extraños.
La noche de la primera revelación hacía bochorno. Debí
quedarme dormido a causa del cansancio, ya que tuve la clara sensación de
despertar al oír las voces. Dudo de mencionar sus tonos y acentos; de su
cualidad no quiero ni hablar; pero puedo decir que había extraordinarias
diferencias en su vocabulario, pronunciación y en la construcción de frases.
Cada matiz del dialecto de Nueva Inglaterra, desde las groseras sílabas de los
colonos puritanos a la retórica precisa de cincuenta años atrás, parecían
hallarse representadas en aquel sombrío coloquio, aunque sólo más tarde caí en
la cuenta. En ese instante, de hecho, mi atención estaba distraída con otro
fenómeno; un suceso tan fugaz que no podría jurar que haya sucedido realmente.
Apenas creí estar despierto, cuando una luz se apagó apresuradamente dentro del
hondo sepulcro. No creo haber quedado pasmado o sumido en el pánico, aunque soy
consciente de haber sufrido un cambio grande y permanente durante esa noche. Al
volver a casa me dirigí sin vacilar a un podrido arcón del ático, en cuyo
interior encontré la llave que al día siguiente abriría fácilmente la barrera
contra la que tanto tiempo había luchado en vano.
Fue al suave resplandor del final de la tarde cuando
por vez primera accedí a la cripta de la ladera abandonada. Un hechizo me
envolvía, y mi corazón latía con un alborozo que apenas puedo describir.
Mientras cerraba a mis espaldas la puerta y descendía los pringosos escalones a
la luz de mi solitaria vela, creí reconocer el camino y, aunque la vela
chisporroteaba debido al sofocante ambiente del lugar, me sentía singularmente a
gusto con aquel aire viciado, como de osario. Mirando alrededor, columbré
multitud de losas de mármol sobre las que reposaban ataúdes, o restos de
ataúdes. Algunos estaban sellados e intactos, pero otros casi se habían
deshecho, dejando las manijas de plata y placas caídas entre algunos curiosos
montones de polvo blancuzco. En una de las placas leí el nombre de sir Geoffrey
Hyde, que había llegado de Sussex en 1640 y muerto aquí unos años después. En un
llamativo nicho había un ataúd bastante bien conservado y vacío que me hizo
sonreír a la par que estremecer. Un extraño impulso me llevó a encaramarme a la
amplia losa, apagar la vela y yacer dentro de la caja desocupada.
Con la luz gris del alba salí dando tumbos de la cripta
y aseguré la cadena de la puerta a mi espalda. Ya no era un joven, aun cuando
tan sólo veintiún inviernos habían pasado por mi envoltura corporal. Los
aldeanos más madrugadores que alcanzaron a presenciar mi vuelta a casa me
contemplaron atónitos, asombrados de los signos de juerga tormentosa visibles en
alguien cuya vida era tenida por sobria y solitaria. No me mostré ante mis
padres hasta después de un largo y reparador sueño.
En adelante frecuenté cada noche la tumba; viendo,
escuchando y realizando actos que jamás debo revelar. Mi forma de hablar,
siempre susceptible de las influencias más inmediatas, fue lo primero en
sucumbir al cambio, y la súbita aparición de arcaísmos en mi habla fue pronto
advertida. Más tarde, mi conducta se tiñó de extraño valor y temeridad, hasta el
punto de que inconscientemente comencé a adoptar la actitud de un hombre de
mundo, a pesar de mi reclusión de por vida. Mi anteriormente silenciosa lengua
se tornó voluble, con la gracia fácil de un Chesterfield o el cinismo ateo de un
Rochester. Mostraba una curiosa erudición, completamente alejada de los saberes
fantásticos y monacales de los que me había empapado en mi juventud, y cubría
las hojas de guarda de mis libros con fáciles e improvisados epigramas que
tenían influencias de Gay, Prior y los más vivos de los burlones y poetas
augustos. Una mañana, durante el desayuno, me puse al borde del desastre al
declamar con acentos netamente ebrios una efusión de alegría bacanal del siglo
dieciocho; un soplo de alegría georgiana nunca consignada en libros, que rezaba
más o menos así:
- Acudid acá, mozos, con vuestras jarras de cerveza,
- Y bebed por el presente antes de que se esfume;
- Apilad en vuestro plato una montaña de carne,
- Pues el comer y el beber nos brinda alivio:
- Así que colmad vuestros vasos,
- Ya que la vida pronto pasará;
- ¡Cuando estéis muertos no brindaréis a la salud
- del rey o de vuestra chica!
- Anacreonte tenía la nariz roja, según cuentan:
- ¿Pero qué es una nariz colorada a cambio de estar alegre y vivaz?
- ¡Dios me valga! Mejor rojo como estoy aquí,
- que blanco como un lirio... ¡y muerto medio año!
- Así que Betty, mi dama,
- Ven y dame un beso;
- ¡En el infierno no hay hija de ventero que se te pueda comparar!
- El joven Harry se mantiene todo lo tieso que puede,
- Pronto perderá la peluca y caerá bajo la mesa;
- Pero colmad vuestras copas y hacerlas circular...
- ¡Mejor bajo la mesa que bajo tierra!
- Así que reíd y gozad Bebed sin cesar:
- ¡Bajo seis pies de tierra no os será tan fácil el disfrutar!
- ¡El diablo me confunda! Apenas puedo andar,
- ¡Maldito sea si puedo tenerme en pie o hablar!
- Aquí, posadero, manda a Betty por una silla;
- ¡Me iré a casa en un rato, ya que mi mujer no está!
- Así que echadme una mano;
- No me tengo en pie,
- ¡Pero contento estoy mientras me mantenga sobre la tierra!
Por esa época comencé a albergar mi actual miedo al
fuego y las tormentas. Antes indiferente a tales cosas, sentía ahora un
inexplicable horror ante ellas; y era capaz de recogerme al rincón más profundo
de la casa cuando los cielos amenazaban con aparato eléctrico. Uno de mis
refugios favoritos durante el día era el ruinoso sótano de la mansión quemada, y
con la imaginación podría pintar la estructura tal y como había sido
antiguamente. En cierta ocasión asusté a un aldeano conduciéndolo en secreto a
un sombrío subsótano cuya existencia me parecía conocer a pesar del hecho de que
había permanecido desconocido y olvidado durante muchas generaciones.
Al final ocurrió lo que tanto había temido. Mis padres,
alarmados por la alteración de ademanes y apariencia de su único hijo,
comenzaron a ejercer sobre mis movimientos un discreto espionaje que amenazaba
con conducirme al desastre. No había comentado a nadie mis visitas a la tumba,
habiendo guardado mi secreto propósito con religioso celo desde la infancia;
pero ahora me veía obligado a guardar precauciones cuando deambulaba por los
laberintos de la hondonada boscosa, ya que debía despistar a un posible
perseguidor. Guardaba la llave de la cripta colgando de un cordel alrededor de
mi cuello, cuya existencia tan sólo era conocida por mí. Nunca saqué del
sepulcro ninguna de las cosas que encontré entre sus muros.
Una mañana, mientras salía de la húmeda tumba y cerraba
las cadenas del portal con mano no demasiado firme, advertí en un matorral
adyacente el rostro de un observador. Sin duda, el fin estaba cerca; ya que mi
enramado había sido descubierto y el objeto de mis salidas nocturnas desvelado.
El hombre no se me acercó, por lo que me apresuré a volver a casa en un esfuerzo
por espiar lo que pudiera informar a mi preocupado padre. ¿Iban mis estancias
más allá de la puerta encadenada a ser reveladas al mundo? Imaginen mi
regocijado asombro cuando escuché al espía contar a mi padre con un precavido
susurro que yo había pasado la noche en el enramado exterior a la tumba; ¡con
mis ojos somnolientos clavados en la hendidura que entreabría la puerta
aherrojada! ¿Mediante qué milagro se había visto engañado el observador? Ahora
estaba convencido de que un agente sobrenatural me protegía. Envalentonado por
tal circunstancia celestial, volví a visitar abiertamente la cripta, seguro de
que nadie podría presenciar mi entrada. Durante una semana degusté al completo
los placeres de ese osario común que no debo describir, cuando aquello sucedió,
y me arrancaron de allí para traerme a este maldito lugar de pesar y monotonía.
No debí salir esa noche, ya que el estigma del trueno
acechaba en las nubes, y una infernal fosforescencia brotaba del fétido pantano
ubicado al fondo de la hondonada. La llamada de los muertos, también, era
distinta. En vez de la tumba de la ladera, procedía del calcinado sótano en lo
alto, cuyo demonio tutelar me hacía señas con dedos invisibles. Cuando salí de
una arboleda intermedia al llano que hay ante las ruinas, contemplé a la brumosa
luz lunar, algo que siempre había esperado vagamente. La mansión, desaparecida
un siglo antes, alzaba una vez más sus majestuosas formas ante la mirada
extasiada; cada ventana resplandecía con el fulgor de multitud de velas. Por el
largo sendero acudían los carruajes de la aristocracia de Boston, al tiempo que
una muchedumbre de petimetres empolvados iba llegando a pie desde las mansiones
vecinas. Con tal gentío me mezclé, a sabiendas de que mi sitio estaba entre los
anfitriones, no entre los invitados. En el salón sonaba la música, risas, y el
vino estaba en cada mano. Reconocí algunas caras, aunque las hubiera distinguido
mucho mejor de haber estado secas, o consumidas por la muerte y la
descomposición. Entre una multitud salvaje y audaz yo era el más extravagante y
disipado. Alegres blasfemias brotaban a torrentes de mis labios, y mis bruscos
chascarrillos no respetaban la ley de Dios, el Hombre o la Naturaleza.
Súbitamente, un retumbar de trueno, haciéndose oír aún sobre el estrépito de
aquella juerga tumultuosa, rasgó el mismo tejado e impuso un soplo de miedo en
aquella porcina compañía. Rojas llamaradas y tremendas ráfagas de calor
envolvieron la casa, y los concelebrantes, aterrorizados por el descenso de una
calamidad que parecía trascender los designios de una naturaleza ciega, huyeron
vociferando en la noche. Tan sólo quedé yo, atado a mi asiento por un terror
mortal jamás sentido hasta entonces. Y en ese instante un segundo horror tomó
posesión de mi alma. Quemado vivo hasta ser reducido a cenizas, mi cuerpo
disperso a los cuatro vientos, ¡jamás podría yacer en la tumba de los Hydes!
¿Acaso no tenía derecho a descansar durante el resto de la eternidad entre los
descendientes de sir Geoffrey Hyde? ¡Sí! ¡Reclamaría mi herencia de muerte aun
cuando mi espíritu hubiera de buscar durante eras otra morada carnal que la
situase en aquella losa vacía del nicho de la cripta. ¡Jervas Hyde nunca
arrostraría el triste destino de Palinuro!
Mientras el espejismo de la casa ardiente se
desvanecía, me encontré gritando y debatiéndome como un loco entre los brazos de
dos hombres, uno de los cuales era el espía que me había seguido hasta la tumba.
La lluvia caía a raudales, y sobre el horizonte sur había fogonazos de los
relámpagos que acababan de pasar sobre nuestras cabezas. Mi padre, con el rostro
surcado de pesar, no hacía gesto mientras yo le pedía a voces que me dejara
reposar en la tumba, advirtiendo con frecuencia a mis captores que me trataran
con toda la delicadeza posible. Un círculo oscurecido en el suelo del arruinado
sótano indicaba un violento golpe de los cielos, y en esa parte un grupo de
aldeanos curiosos con linternas indagaban en una pequeña caja de antigua factura
que la caída del rayo había aflorado a la luz. Cesando en mis inútiles y ahora
sin objeto forcejeos, observé a los espectadores mientras examinaban el
hallazgo, y se me permitió participar de su descubrimiento. La caja, cuyos
cerrojos habían sido rotos por el golpe que la había desenterrado, contenía
multitud de documentos y objetos de valor; pero yo tan sólo tenía ojos para una
cosa. Era la miniatura en porcelana de un joven con una elegante peluca de
rizos, ostentando las iniciales «J. H.». El rostro era tal y como yo me veía, de
suerte que bien pudiera haber estado contemplándome en un espejo.
Al día siguiente me trajeron a este cuarto con barrotes
en la ventana, pero me he mantenido al tanto de ciertas cosas merced a un
sirviente no muy espabilado, y ya de edad, por quien sentí gran cariño durante
la infancia, y quién, al igual que yo, ama los cementerios. Lo que me he
atrevido a contar de mis experiencias dentro de la cripta tan sólo me ha
brindado sonrisas conmiserativas. Mi padre, que me visita a menudo, dice que no
he traspasado el portal encadenado, y jura que el herrumbroso cerrojo, cuando él
lo examinó, no daba muestras de haber sido tocado en cincuenta años. Incluso
afirma que todo el pueblo conocía mis viajes a la tumba, y que con frecuencia me
observaban durmiendo en el enramado exterior a la espantosa fachada, los ojos
entreabiertos y fijos en el resquicio que conduce al interior. Contra tales
afirmaciones carezco de pruebas, ya que mi llave se perdió durante la lucha en
esa noche de horror. Las extrañas cosas del pasado que aprendí durante aquellos
encuentros nocturnos con los muertos son atribuidos al fruto de mi codicioso e
incesante hojear de los viejos volúmenes de la biblioteca familiar. De no haber
sido por mi viejo criado Hiram, a estas alturas yo mismo estaría bastante
convencido de mi propia locura.
Pero Hiram, fiel hasta el final, ha tenido fe en mí y
ha provocado lo que me lleva a publicar al menos parte de esta historia. Hace
una semana forzó el cerrojo que aseguraba la puerta de la tumba perpetuamente
entornada y descendió con una linterna a las sombrías profundidades. En una
losa, en el interior de un nicho, descubrió un ataúd viejo, pero vacío, en cuya
deslustrada placa reza esta simple palabra: «Jervas.» En ese ataúd y en esa
cripta me ha prometido que seré sepultado.
FIN
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